domingo, 29 de mayo de 2016

La identidad y los naufragios






Entre una multitud que pone sus aspiraciones en tener mucho dinero, un coche lujoso, un yate, una mujer o un hombre muy bello como parejas, unos hijos modélicos… y otra que ponen su identidad en ser abogado de renombre, ser heredero de algún condado con varios siglos de historia, ser un poeta que recibe el legado de sus predecesores para ser un eslabón imprescindible en la historia del arte poético… Entre una multitud así, repito, a veces nos encontramos personas algo errantes, que buscan un norte, que tienen una inquietud llamada a trascender las aspiraciones terrenales de la multitud circundante. Esto no quiere decir que formen parte de una élite elegida en medio de una masa gris que tan sólo forma parte del decorado, cosa que sería caer en una visión gnóstica, algo narcisista y pedante, que podemos extraer de películas como Matrix. Lo que significa es que, desafortunadamente, los que buscan algo más son muy pocos en comparación con los que enajenan su identidad en el tener y el ser

Estas personas andan, como digo, en busca de algo más, de algo que trascienda cuanto es caduco, de algo que quede anclado en la permanencia. Buscan no naufragar haciendo depender su identidad de cosas, situaciones o hechos que no garanticen la seguridad de estar ahí siempre. Quien aspira a tener mucho dinero y pone su identidad en sus riquezas, en el momento que cae en bancarrota y pierde cuanto tiene, cosa que entra dentro del abanico de posibilidades reales, entra en una crisis de identidad, precisamente porque ha perdido aquello de lo que la había hecho depender. El coche lujoso, asimismo, puede chocar, averiarse, romperse, perderse, igual que un yate. El hombre que pone su identidad, por ejemplo, en la posesión de una mujer bella y admirada en la sociedad, si finalmente fracasa esta relación, pierde su identidad, se siente avergonzado de sí mismo y es capaz de dirigirse a la negación de su propia vida. Los hijos modélicos… son modélicos mientras lo son, porque pueden caer en la delincuencia, en la droga o, sencillamente, no aspirar a lo que los padres previamente han diseñado para él. En cuanto al ser, el que pone su identidad en su profesión de abogado y su respetabilidad, conseguida gracias a años de arduo esfuerzo, puede entrar en una crisis existencial en cuanto pierde un juicio, o queda en ridículo por alguna razón y pierde así el buen nombre que se había forjado. El heredero de un condado lo es mientras que el resto de personas siguen manteniendo esa mentalidad y orden de cosas, pues si ese título pasa a tener el mismo valor que un billete del Monopoly, el heredero ya no es heredero de nada. ¡Imagínense qué atroz insulto a su honor sería no sólo que no considerasen digno ser heredero del condado, sino que incluso se rieran de él en público por esta razón! Y el poeta… ¡qué decir del poeta! Si los críticos no admiran su obra, sino que encima la ponen por los suelos, el pobre hombre siempre podrá excusarse arguyendo que es un genio adelantado a su tiempo. Y podrá incluso regocijarse en su marginación pensando en las biografías que, en los siglos venideros, se escribirán sobre él en los manuales de historia de la literatura, en las que esta misma marginación será una razón que avive su notoriedad por ser un poeta maldito.

Todos estos ejemplos nos muestran que una persona que pone su identidad en el tener y en el ser, se arriesga a perderla. Hay otro tipo de enajenación de la propia identidad, y es la de hacerla peón de una “causa mayor”, como la revolución política, social o moral. ¡Cuántos marxistas caen en la neurosis noógena (depresión por falta de sentido) debido a la frustración que les causa los continuos intentos fallidos de encender la mecha que haga estallar las revueltas! Terminan sintiéndose vacíos, entre otras cosas porque suelen posponer su dicha a un futuro de armonía y plenitud que nunca termina de llegar. La cuestión principal es que hacen depender su identidad de cosas, situaciones y hechos que no están bajo su entero control. Siempre está la posibilidad de perder el objeto de su vanidad, su seña de identidad, el sentido de su existencia. 

El inquieto al que nos referíamos al comienzo de la entrada, tiene una voluntad de diferenciación respecto de esta multitud de personas cuyos éxitos son tan engañosos que en cualquier momento pueden fracasar. Pueden caer en el ser, en el tener o en el estar poseído por una idea, cosa esta última que suele ser muy común. Pero finalmente acaban superando estas etapas. Cuando vemos que una persona está en un movimiento revolucionario en sus veinte años y, veinte años después, sigue diciendo las mismas cosas y aspirando a lo mismo, hay que sospechar, porque tal vez hayan perdido toda conciencia de sí mismos. No han sido capaces de evolucionar ni un ápice, han dejado de desarrollarse personalmente, y se convierte fácilmente en presas de ideas, en carne de cañón para los tiranos de turno. El inquieto, como digo, puede ser poseído por alguna de estas ideas, pero se les conoce por estar en continua lucha interior, en una tensión constante a ser más, a superar etapas, a llegar a la plenitud a la que se sienten llamados. 

Los que no acaban siendo absorbidos por las ideas, terminan convenciéndose de que su identidad no debe anclarse en nada inseguro o imperecedero, como las cosas materiales, los títulos individuales o una supuesta armonía futura. Al final, acaban abriéndose ante ellos un horizonte nuevo, imperecedero, que irradia una luz imperecedera y vivificante que ilumina toda la realidad perecedera y la dota de sentido.

domingo, 13 de marzo de 2016

Entre comunidad e individuo



En un comentario al Evangelio de Marcos, el renombrado biblista Juan Mateos, inspirador de muchas comunidades cristianas de base, hizo hincapié en que lo más propio del mensaje cristiano no es la salvación en otra vida ni la salvación en la tierra como conversión interior o individual, sino la salvación como hecho comunitario y social. No se distingue así el cristianismo de otras filosofías que tienen como fin una utopía meramente social o comunitaria, especialmente las de corte marxista. Mi pretensión en esta entrada es, sin embargo, poner de manifiesto que lo propio del cristianismo va más allá de las dos grandes tendencias, algo simplistas, del mundo moderno. En efecto, lo propio del cristianismo no es ni individualismo ni colectivismo, y ésta es la razón de que podamos encontrar en él una luz que nos ayude a superar esta pareja de aparentes opuestos.

Es interesante observar que, al final, el individualismo atroz del capitalismo y el colectivismo propio de los sistemas marxistas o de otra índole terminan convergiendo ambos en la atomización de los hombres, en su conversión en átomos, meras partes de un todo o pequeñas piezas reemplazables, esencialmente sustituibles. La atomización del individualismo es más que evidente, puesto que el hombre es entendido como un individuo aislado con unos fines aislados de los demás y de los fines de los demás. Normalmente los intereses de los diferentes individuos, en una sociedad individualista, chocan entre ellos, de modo que da lugar a la lucha más rastrera, a esa competitividad que no es más que la "socialización" de la selección natural del darwinismo. En estos términos, una suma de individuos es una sociedad, en la que cualquier aparente unión sólo tiene lugar por una alianza cuya razón de ser es la comunidad de intereses. Un individuo no ve a otro individuo como amigo, sino como socio. Es, si lo tomamos de manera literal, una sociedad. La empresa moderna sería el ejemplo que ilustra con mayor claridad la sociedad de individuos de la que hablamos.

Pero el colectivismo no se queda atrás. El aparente altruismo que se deriva del servicio a una comunidad también está basado en intereses. Pero lo interesante aquí es la relación que se da entre los hombres si la visión que se tiene de los hombres es puramente comunitaria. Mientras que en un mundo individualista los hombres no se relacionan entre ellos si no es para sacar un beneficio propio, abocando esta actitud a una sociedad en la que el hombre es un lobo para el hombre, en un mundo colectivista o comunitarista el hombre se relaciona con la comunidad. El comunitarismo no lleva al hombre a relacionarse con otros hombres, sino que cada hombre se relaciona con el colectivo. Si en el mundo individualista, cada individuo ve al otro sólo como un objeto, lo cosifica usándolo como un medio para alcanzar sus fines individuales, en un mundo comunitarista cada individuo se relaciona con la comunidad como ente abstracto, y esto sólo conduce al absoluto aislamiento y cerrazón del hombre en sí mismo o al mismo individualismo del que se postula contrario. Juan Mateos habla del amor como centro de la vida comunitaria, pero este amor no es posible: la comunidad no ama al hombre más que la máquina a una de sus piezas reemplazables, y el hombre no ama a la comunidad si no es con un amor etéreo, abstracto, panteístico, hecho de humo. Este amor es un espejismo, no existe. Estando en soledad, es muy sencillo llegar a una experiencia pseudo-mística de armonía con el cosmos y sentir una sombra de amor hacia la comunidad como tal, pero de nada sirve si ese amor se disuelve en el aire cuando miras a los ojos de una persona concreta apostada delante de ti. Éste es el amor propio del comunitarismo: una sombra del verdadero amor. En un mundo comunitarista, un hombre ama a la comunidad, pero termina siendo una potencial víctima de las ideologías, a las que, tarde o temprano, acaba entregándose. Y el hombre, cuando no está frente a la comunidad abstracta sino ante hombres concretos, no los ve como hombres sino como partes de la maquinaria colectiva, y acaba por cosificarlo como hacen los lobos del mundo individualista.

Aristóteles sabía lo que decía cuando afirmó que "un amigo de todos es un amigo de nadie". En un mundo individualista, nadie es amigo de nadie, todos son amigos de sí mismos. En un mundo comunitarista todos son amigos de la comunidad, lo cual significa que nadie es amigo de nadie. Y como el hombre necesita ser amigo, termina haciéndose amigo de sí mismo, abocando al mismo mundo individualista del que se presume contrario. 

Una de las ideas fundamentales del cristianismo es que el hombre es imagen de Dios, una afirmación que ha dado mucho que pensar a las mejores mentes de la historia, pues, ¿en qué consiste esa imagen? La imagen de Dios en el hombre no está en ninguna de sus dimensiones naturales, ni en el intelecto (nous), ni en la razón/mente (logos), ni en el espíritu (pneuma)... Sino en la unificación que de toda la naturaleza lleva a efecto la persona. La imagen del Dios indefinible en el hombre es la persona, que es también indefinible. Pero la persona no entendida como ente aislado, sino en relación. Y aquí debemos detenernos. Como entendamos a Dios, así entenderemos al hombre. Si concebimos a Dios como lo absolutamente uno, que es lo mismo que decir como lo absolutamente aislado, concebiremos al hombre como un átomo y justificaremos así el individualismo moderno. Además, si partimos de las premisas de que Dios es absolutamente uno, es amor y es creador del mundo, ¿cómo y a quién amaba Dios antes de la creación? No tendría a quién amar si la creación no es coeterna a Él. Sólo sería posible el amor de Dios si se dirige a sí mismo, fortaleciendo entonces la concepción del hombre (imagen suya) como individuo egoísta. Si Dios no es Dios, sino una pluralidad de dioses sin una unidad clara, como en las religiones politeístas, entonces los dioses entre sí no tendrían una relación de amor sino que acabarían amándose a sí mismos por encima de todo lo demás. Ésta visión de la divinidad, como una pluralidad de seres divinos, justifica el colectivismo moderno, en el que al final todos los hombres tienden a encerrarse en su propia individualidad. 

Si Dios es amor, tiene que darse en Dios una pluralidad que es unidad, y una unidad que es pluralidad. Reflexionando sobre la pura unidad, Platón se preguntaba en el Parménides: si hay uno y sólo uno, ¿qué pasa con lo otro? Si Dios es uno y sólo uno, entonces Dios sería el absoluto aislado. Necesita al otro para que haya amor y éste no sea amor egoísta, pero si hay uno y otro, hay la perfecta dualidad. Y la dualidad no es otra cosa que dos aislados, cuya superación adviene por una tercera realidad. De este modo, Platón preconiza el pensamiento trinitario al afirmar que existe lo uno, lo otro y la mezcla de lo uno y de lo otro. Postulando esta tercera realidad llegamos a la verdadera unidad, que más que unidad es unión de la dualidad. Y es posible entonces el amor, como supo ver san Agustín al definir al Espíritu Santo, la tercera persona, como "comunión de amor" (communio amoris). Ésta es, en suma, la mayor expresión de la unidad, conseguida por el amor. Así, Dios es un Dios amante, no con un amor de sí mismo, sino con un amor que sale de sí mismo, que cede su lugar al otro, que se entrega al otro y que, sobre todo, es concreto, personal. Por eso Dios creó el mundo con amor, porque antes del mundo, Dios ya amaba. 

Y si, volviendo a la cuestión que nos ocupa, el hombre es imagen de Dios, debemos entender que no es ni un individuo aislado ni un individuo perdido en una pluralidad abstracta, sino una persona que se relaciona con otros hombres concretos, que ama al hombre concreto, mirándolo a los ojos. El hombre es también amor, un amor que tiende hacia el otro y que se da en la esfera personal. Por eso Juan Mateos se equivoca al decir que lo propio del cristianismo es la salvación como hecho comunitario, porque el mensaje cristiano va más allá de la mera disyunción entre individuo y colectivo. Lo propio del cristianismo es esa esfera interpersonal que adquiere tal fuerza, que el nosotros se convierte en una dimensión realmente existente, y cuya base está en el amor. Es la esfera interpersonal, aquella que surge por el amor de dos hombres concretos que se miran mutuamente a los ojos, lo propio del cristinianismo. Y, como esta realidad interpersonal es posible únicamente entre hombres concretos, el verdadero contexto de vida cristiana no es ni la sociedad de intereses ni la comunidad de individuos, sino la familia. Pues es la familia el núcleo donde el amor concreto se hace concreto, sólido. La familia, imagen de Dios, es el núcleo, la base de la construcción de un reino no basado en la comunidad, sino en la verdadera fraternidad.





domingo, 20 de septiembre de 2015

El sufrimiento de los niños






Hace unas semanas hubo una imagen que recorrió todas las redes sociales y todos los telediarios. Hasta quien no suele ver la televisión ni se maneja en la red ha tenido que ver esa triste estampa: la de un pequeño sirio de tres años, llamado Aylan, ahogado en la orilla de una playa turca. Según la dureza de nuestro corazón, sentiremos más o menos empatía con los hombres y mujeres que desde África cruzan el Mediterráneo para llegar a Europa, o los hombres y mujeres sirios que huyen del horror de la guerra y encuentran, la mayoría de las veces, las puertas cerradas. Nuestra compasión se enciende al ver fotografías y videos de la realidad tan cruda que viven. Sin embargo, ninguna otra imagen ha tenido la repercusión de la del pequeño Aylan, tumbado boca abajo con sus zapatitos en la orilla. Y es que, cuando los que sufren son los niños, hay algo más que mera compasión. 

La pregunta que nos viene a la mente es: ¿por qué tienen que sufrir los niños? Los mayores son culpables de algo, o en alguna medida, aunque no los conozcamos. Nuestra compasión nos lleva a querer ayudarlos o, si no podemos hacer nada desde nuestra lejana posición, nos despierta en nosotros incluso la culpabilidad. Sin embargo, ¿qué hay menos culpable que un niño de tres años? El sufrimiento y la muerte de un niño tan pequeño es la mayor de las atrocidades. ¿Adónde es capaz de llegar la maldad de los hombres para que sucedan estos escándalos? Cuando vemos que eso pasa, sentimos que la existencia es absurda. No hay sentido, pues hasta los niños de tres años mueren víctima de las atrocidades de los hombres.

Moltmann, un teólogo luterano muy anciano, publicó en 2014 un artículo que pretendía dar respuesta a una de las preguntas más importantes para un cristiano: “¿Qué significa para Dios la pasión de Cristo?” Moltmann, preguntándose por el sufrimiento de Dios, comienza hablando primero del sufrimiento de los hombres, de los horrores que le ha tocado ver en su juventud por las malas artes del nacionalsocialismo. “¿Cómo podemos hablar de Dios después de Auschwitz?”, se cuestiona, y aborda una de las situaciones más absurdas y sufrientes de que ha tenido noticia: la ejecución de un niño por ahorcamiento. No está de más exponer la descripción que del hecho hace E. Wiesel: Tres víctimas encadenadas, y una de ellas, el pequeño servidor, el ángel de los ojos tristes. Todos los ojos estaban fijos en el niño. Él estaba lívido, casi calmo, mordiéndose los labios. La horca arrojaba su sombra sobre él… Los tres cuellos fueron colocados al mismo tiempo en los lazos corredizos. ‘Larga vida a la libertad’ gritaron los adultos, pero el niño estaba silencioso. ‘¿Dónde está Dios? ¿Dónde está él?’, preguntó alguien detrás de mí. A un signo del jefe del campo, las tres sillas se cayeron. Los dos adultos no vivieron mucho tiempo. Pero la tercera cuerda se movía todavía, siendo tan liviano, el niño estaba vivo todavía… Detrás de mi oí al mismo hombre que preguntaba: ‘¿Dónde está Dios ahora?’ Y yo oí una voz en mi interior que le respondía: ‘¿Dónde está Él? Ahí está: Él está colgado aquí, en esa horca’. Esa noche la sopa tenía gusto a cadáveres

Aparte de la crudeza de la narración, podemos maravillarnos por la respuesta que da Wiesel: Dios está con el niño colgado. Es más: Dios es el niño colgado. Está con él, sufre con él, muere con él. Moltmann entiende que sólo así tiene sentido creer en Dios después de Auschwitz, identificando a Dios con los perseguidos y haciéndolo partícipe de sus sufrimientos. Pero lo que me interesa de esta crónica es la mayor compasión que mueve el sufrimiento de un niño, que era el centro de atención, a pesar de que a su lado morían dos adultos que, con valentía, gritaron a favor de la libertad. Pero estas dos injusticias fueron ensombrecidas por la injusticia más grande que se puede ver: la ejecución de un niño. Y es con el niño con el que Wiesel identifica a Dios. 

Dostoievski mostró en su obra literaria una debilidad mucho mayor por los niños que por los adultos. Al ruso le atormentaba el sufrimiento de los niños, a entender que éstos nunca podían ser justos, porque los niños son inocentes. Podríamos decir: puedo entender incluso que sufra Job –la figura bíblica-, pero nunca que sufra uno solo de estos pequeños. ¿Cuál es el secreto que encierra el ser de los niños? ¿Por qué nos mueve su sufrimiento a una compasión más ardiente que cualquier otro sufrimiento? Veamos algunos pasajes en los que Dostoievski habla de los niños y del absurdo de su sufrimiento. En primer lugar, no me puede sino venir a la mente la figurita de Aylan cuando Aliosha, el protagonista de Los hermanos Karamázov, decía que amaba sobre todo a los niños de tres años, pero también le gustaban mucho los de diez y once años. Y es muy probable que Dostoievski pusiera en boca de Aliosha su mismo sentir. El escritor ruso pone a los niños como ejemplos frente a los adultos, y los describe con mucha ternura: “Se alegran cuando sale el sol, no sienten la miseria, son como pajaritos, sus vocecitas suenan como las campanitas”. Y señala R. Lauth sobre la importancia de los niños en la obra del ruso: “En ellos no hay nada moral ni estéticamente repugnante. Incluso a los niños que en su aspecto externo sean feos, suponiendo que los haya, y sucios, se les puede amar enseguida. La causa de este fenómeno es que, en su alma, los niños son aún inocentes. En ellos amamos la inocencia, la falta de pecado y la pureza. Sus corazones están llenos de amor inocente. Por tanto, son hasta cierto punto imágenes inconscientes de Cristo, de una manera más inmediata que los adultos, en los que la semejanza está deformada.” Por tanto, la compasión que nos mueve por los niños es tan fuerte no sólo por un sentimiento innato de protección biológica de la especie, sino por una razón moral y metafísica: los niños son el reflejo más fiel de Dios y de su Reino, y por eso entendemos en nuestro corazón que el dolor de estos inocentes clama contra el cielo.

domingo, 23 de agosto de 2015

El sufrimiento, la compasión y la culpa






“Aquellos que no conocen el sufrimiento, o que sólo de modo superficial se ponen en la situación del ser sufriente, tampoco pueden vivir en la realidad, sino sólo en un mundo ficticio.” (Lauth, R., p. 378). Lauth reflexiona con Dostoievski acerca del sentido del sufrimiento, tema sobre el que hemos reflexionado también en El sentido en el sufrimiento. En la reflexión de Lauth-Dostoievski se pone de manifiesto la importancia de las lágrimas para el conocimiento verdadero de la realidad. Éstas lavan y purifican la mirada, hacen caer las escamas de los ojos para que ya no vean la realidad según los ojos del mundo, sino mediante la luz de la fe. Esta luz hace que veamos la realidad transfigurada, tal como Jesús se apareció a sus apóstoles más cercanos en el Monte Tabor. De ahí también que el Papa Francisco haya pronunciado unas palabras muy sabias acerca del sufrimiento: “En ocasiones, los anteojos para ver a Jesús son las lágrimas.” No obstante, lo que hoy clama mi atención sobre la reflexión de Lauth-Dostoievski es lo que refleja el pasaje arriba citado, es decir, las diferentes posturas frente al sufrimiento. O dicho con más precisión: la distinción entre la vivencia profunda de un hondo sufrimiento y la vivencia ficticia de tal sufrimiento por medio de la compasión. 

En el último siglo tenemos muchos ejemplos de sufrimientos extremos: grandes guerras, genocidios, bombas atómicas… Muchos son los ejemplos. Muchos lo vivieron y murieron, pero muchos también lo vivieron y sobrevivieron. Y hay otros muchos que sólo fueron sus contemporáneos, que lo presenciaron desde fuera y se sintieron horrorizados ante tanta barbarie. Lo interesante aquí es que, si nos detenemos en la observación de ambos, las respuestas ante tanto sufrimiento son distintas en función de haberlo sufrido en sí mismo o de haberlo presenciado desde fuera. Pensemos primero en aquellos a los que se refiere la cita que encabeza la entrada, los “compasivos”, los que, debido a su delicada inquietud, no vivieron estas tragedias por pasión, sino por compasión. Los hay que pensaron sobre el sentido del sufrimiento y esbozaron teorías propias. Adorno, Camus y Sartre son ejemplos de ello, además de una inmensa cantidad de pensadores postmodernos. Lo principal de sus teorías es un pesimismo respecto al sentido de tal sufrimiento. Según muchos autores que no estuvieron en un campo de concentración nazi pero que lo observaron con horror, el sufrimiento infligido sobre la población aniquilada no tenía sentido, no debía tener sentido. El sufrimiento no tiene sentido, y con ello también podemos llegar a la conclusión de que toda la existencia carece realmente de sentido. Ante la imposibilidad de reconocer un sentido en una barbarie de tal calibre, los pensadores del último siglo terminan negando el sentido de la existencia. 

Pero, si bien los que han observado el horror desde fuera no han podido dar crédito a tanto sufrimiento y han negado su sentido, muchos los que vivieron en sus carnes estas atrocidades sorprenden al afirmar el sentido de sus sufrimientos. Frankl estuvo tres años en el campo de exterminio de Auschwitz, dependiendo su vida de continuas selecciones y perdiéndolo todo: su familia, sus trabajos, su dignidad. Fiel a su disciplina de psiquiatra, Frankl se dedicó a observar la conducta de sus compañeros en el campo de exterminio y comprendió que había varias fases de adaptación al nuevo medio. Vio que al principio había un sufrimiento que poco a poco se convertía en apatía, una amarga sensación de que nada de lo que le rodea tiene sentido, y por tanto concibe la existencia como algo absurdo. No obstante, poco a poco volvieron a interesarse por la estética –un atardecer bello en el campo de exterminio-, la religión –realizaban reuniones religiosas de manera clandestina- y la política. Así, aunque no tenían satisfechas las necesidades “primarias” –una sopa fría al día y ropa insuficiente para mantener el calor corporal-, lo cierto es que dieron rienda suelta a sus espíritus. Si en estas reuniones de carácter religioso había lamentaciones como las de Job o Jeremías, lo cierto es que seguían manteniendo la fe en el sentido de la vida. Frankl, tras resistir y superar los tres años en Auschwitz, se convirtió en uno de los filósofos más destacados a la hora de afirmar el sentido último de la existencia. Edith Stein murió en las cámaras de gas de dicho campo de exterminio, pero durante esta agonía no cesó de infundir en sus prójimos la alegría de la esperanza. Igual Kolbe, que dio su vida por un prójimo en las cámaras de gas, mostrando así que, incluso en una situación tan aparentemente absurda, toda vida humana tiene sentido. Paradójico es también el caso de Takashi Nagai, un médico japonés que, poco después de habérsele diagnosticado leucemia, presenció la muerte de su mujer Midori y sus hijos en Nagasaki debido a la bomba nuclear lanzada por EE.UU. En el funeral por las víctimas de la bomba nuclear, Nagai pronunció este discurso: “Es evidente que existe una profunda relación entre la destrucción de esta ciudad cristiana y el fin de la guerra. Nagasaki era sin duda la víctima elegida, el cordero sin mancha, holocausto ofrecido sobre el altar del sacrificio, aniquilado por los pecados de todas las naciones durante la Segunda Guerra Mundial... ¡Debemos agradecer que Nagasaki haya sido elegida para ese holocausto! Debemos agradecerlo, porque a través de ese sacrificio ha llegado la paz al mundo, así como la libertad religiosa al Japón".

A los que no hemos vivido las experiencias de Frankl, Stein, Kolbe y Nagai, sino que la hemos contemplado horrorizados desde el exterior, este discurso de Nagai nos sorprende incluso negativamente. Nagai encuentra el sentido en la destrucción de Nagasaki… ¿acaso esta tragedia tiene justificación? Lo paradójico es que los que hemos vivido estas desgracias desde el exterior no podemos dar crédito a lo sucedido, mientras que las víctimas que han sobrevivido suelen alabar discursos como estos. El hombre que sufre la desgracia no por pasión, sino por compasión, puede llegar a entender que los que realmente la padecieron necesiten un cierto consuelo para no tener que aceptar la dureza de la realidad absurda de su sufrimiento. Eso estaría reflejado en el discurso de Nagai y en la defensa a ultranza que Frankl hace de la existencia real de un sentido para la vida. Sin embargo, el que no padece, sino que se compadece, no puede aceptar que lo ocurrido tenga un sentido. No puede asumir el discurso de Nagai. O más bien, no debe hacerlo. ¿Cuál es el origen de esta negativa? Los hombres que compadecen no han pasado por las fases de los que padecen, según las expone Frankl, sino que se quedan en el primer estadio de sensación de absurdo o en el segundo estadio de la apatía, y en consecuencia niegan el sentido. Y toda afirmación les parecerá una justificación de una destrucción injustificable. Pero lo que realmente les frena a la hora de aceptar el discurso de Nagai es la culpa, la culpa por haber contemplado el horror… y no haberlo padecido. 


Lauht, R., "He visto la verdad". La filosofía de Dostoievski en una exposición sistemática, Thémata, Sevilla, 2014.  

domingo, 31 de mayo de 2015

Sentido de sentidos y sentidos sin Sentido





No. Aunque parezca un trabalenguas cuyo sentido es aparentemente el ser un mero trabalenguas, no es así. Tiene un sentido mayor, y muchos sentidos menores. Me explico: son dos formas de vivir, una con un Sentido con mayúsculas que da sentido a los sentidos y otra con muchos sentidos desorientados, sin luz que los guíe. 

Reinhard Lauth escribe que Dostoievski desarrolló una teoría de la voluntad sorprendentemente original, diferente a las de Freud, Nietzsche o Schopenhauer. Si conociera la filosofía de Máximo el Confesor, no le resultaría tan sorprendente, pues la “voluntad de vivir” del escritor ruso coincide en buena medida con lo que el monje medieval llamaba “voluntad natural”. Todo hombre, por el hecho de ser humano, tiende hacia la plenitud de todas sus capacidades naturales, lo que le reportará la felicidad. En palabras de Máximo, tiende al cumplimiento del sentido (lógos) de la naturaleza. Y cada persona contiene un sinfín de sentidos (lógoi) que se resumen en el sentido (lógos) de su propia existencia personal. Dostoievski, por su parte, entiende que hay diversos objetivos que uno se pone en la vida y que tienden hacia una realidad que trasciende todos los sentidos. “La auténtica finalidad de la voluntad de vivir no son los objetivos respectivos planteados en cuanto tales, sino el cumplimiento de una gran expectativa de vida”, dice Lauth, subrayando que esa gran expectativa es una y solo una, que contiene en sí misma todos los demás objetivos. Volviendo al comienzo: esta gran expectativa que contiene en sí todos los pequeños objetivos, es el Sentido de sentidos.

La mentalidad actual bebe directamente de la filosofía de Freud, Nietzsche y Schopenhauer, entre otros, que pusieron bajo sospecha precisamente la existencia del Sentido, eso que Dostoievski llama “gran expectativa de vida”. El hombre tiene hambre y sed de una gran expectativa de vida y tienden a su cumplimiento. Se pone objetivos y posterga su felicidad al cumplimiento de tales objetivos, pero una vez lo alcanzan, al cabo se sienten insatisfechos, y si no se ponen otros objetivos puede caer fácilmente en la desgana y la depresión. Les falta el Sentido de sentidos. O dicho de otro modo, tiene muchos sentidos sin sentido. Hoy día muchos hombres sustituyen objetivos personales por la gran expectativa de vida, y le ponen mucho empeño, pero al final quedan insatisfechos, naufragan en el intento de llegar a plenitud y ser felices. De varios tipos pueden ser los naufragios: hay quien posterga su felicidad hasta el cumplimiento del objetivo de tener un Ferrari, otro hasta que obtenga el título de doctor en física cuántica, otro hasta que la revolución instaure en la tierra el Reino de los Cielos… Todos estos objetivos tienen cumplimiento aquí en la tierra… y nunca son satisfactorios. Si un hombre no llega a plenitud tras el cumplimiento del objetivo del que hizo su gran expectativa de vida, es normal que se sienta vacío, cayendo en el nihilismo existencial. O, en palabras de Frankl, en la neurosis por falta de sentido, de ese Sentido de sentidos. 

Nietzsche hablaba de la voluntad de poder. Los hombres se ponen objetivos y, cuando los alcanzan, se ponen otros, y después otros, y siguen buscando desesperadamente saciar su voracidad a través de objetivos que, por lo general, son valorados por la sociedad. Escalan en las grandes empresas hasta afianzarse en sus cúpulas, y una vez allí, tratan de usar su poder para extender su dominio aún más allá. No ven el final, es una voracidad ciega, que se dirige a ninguna parte. Buscan el placer en el sexo, y una vez que no les satisface lo convencional, se lanzan a experimentar cosas nuevas y así continúa hasta caer en la depravación moral y en una morbosidad incluso violenta. Sin embargo, nada de esto termina por satisfacerle. 

El cumplimiento del Sentido que da sentido a los sentidos se sitúa en una dimensión escatológica, es decir, es siempre apocalíptico. Trasciende lo terrenal para ir más allá de esta vida. Por eso el nombre de este blog es “salvados en la esperanza”, porque es la esperanza la que hace presente ese Sentido que se está cumpliendo en cada uno de los pequeños objetivos. Es la esperanza en el cumplimiento de un sentido último, de una gran expectativa de vida, lo que hace que veamos los objetivos vitales tal como son, sin pretensiones de grandeza. Es la esperanza en la plenitud final la que hace que cumplamos objetivos sin quedar insatisfechos. La que nos hace sentir plenos estando aún en marcha hacia la plenitud. La que nos salva de una vida con muchos objetivos sin Sentido, y nos hace ya presente el Sentido de todos los sentidos.