domingo, 29 de diciembre de 2013

La dimensión espiritual y la existencia del sentido

Tras las escuelas de Freud y Adler, cuya visión antropológica reduce el hombre a biología y a sociedad respectivamente, la logoterapia de Frankl constituye la tercera escuela vienesa de psicoterapia, abriéndose a una dimensión que las dos anteriores menospreciaban y negaban como ilusoria: la dimensión espiritual. Freud redujo al hombre a una simple máquina biológica y sensible, que funciona como un juguete de los impulsos libidinales, meras reacciones químicas, y todo lo que no fuera de esta naturaleza, era negado como una ilusión fantasmagórica. Adler advirtió que el hombre no sólo era biología, sino que también era cultura: el hombre es un ser social. Por tanto, no tiene únicamente pasiones biológicas, sino también sociales. De este modo, con su visión negativa de la humanidad, defendió que lo propio del hombre era su voluntad de poder: es el poder lo que lleva al hombre a actuar como actúa, aunque disfrace su ansia de poder con la máscara de la bondad. Y todo lo que no formase parte de la biología o la sociedad, era negado. Finalmente, Frankl, asumiendo las dimensiones corporal y social del hombre, abrió su mente hacia una nueva dimensión, hasta ahora denostada por buena parte de la ciencia y la filosofía. Critica a las dos anteriores escuelas por su reduccionismo y su parcialidad: “A mí me da la impresión de que el desenmascaramiento que pone en práctica, ya de antemano, el reduccionismo, con su frase estereotípica del ‘nada más que’, proporciona a muchas gentes un declarado placer masoquista.”

Desde la logoterapia no se ve al hombre como un juguete de la libido sexual ni como un ser movido por su irracional ansia de poder, sino como un ser en busca de sentido. En otras palabras, lo propio del hombre no es la voluntad de placer ni la voluntad de poder, sino la voluntad de sentido. El hombre tiene necesidad de dar un sentido a su existencia, más allá de satisfacer impulsos biológicos o de atraer para sí el poder de una sociedad. Freud ‘desenmascara’ al hombre mediante el descubrimiento y el estudio del inconsciente. Frankl no rechaza la importancia del inconsciente freudiano, la libido que está detrás de muchas de las manifestaciones de las actividades psíquicas de los hombres. No obstante, no se queda ahí, sino que defiende la existencia de otro inconsciente que, argumenta, ha sido olvidado por los psiquiatras, lo cual ha propiciado la incapacidad de éstos para hacer frente a la generalizada neurosis por falta de sentido, tan presente en el siglo XX (y ya en el XXI). Se trata del inconsciente espiritual. Lo más propio del hombre está en su dimensión espiritual (Frankl usa el término griego νοῦς), y ésta no es nada ilusorio e irreal, sino perfectamente real. Y, además, natural, porque el hombre es espiritual por naturaleza. 

Que el hombre sea espiritual por naturaleza no ha sido algo extraño a lo largo de la historia. De hecho, la propia formulación de los derechos humanos hunde sus raíces en esta concepción: aún se habla de derecho natural. Desde la Ilustración, no obstante, los filósofos fueron distinguiendo cada vez más la naturaleza de la libertad, hasta llegar al extremo de que una se contrapuso a la otra. En el ámbito cognoscitivo se distinguió entre lo que se podía conocer mediante el método científico, a lo que se llamó naturaleza, y lo que quedaba más allá de nuestro conocimiento científico, a lo que se llamó reino de la libertad (Kant). Esta concepción puramente gnoseológica se extendió a otros ámbitos de la vida humana, provocando una escisión entre naturaleza y espíritu. Así se pusieron las bases del positivismo cientificista, del que beben Freud y Adler, que, proclamando que no hay nada fuera de la naturaleza, descartaron la dimensión espiritual del hombre y la tacharon de ilusoria, de elucubraciones mágicas. Frankl amplía el concepto de naturaleza, incluyendo en ella la dimensión espiritual: el hombre es naturalmente espiritual, es naturalmente libre. Esta visión no es nueva de Frankl, pues las antropologías medievales y, en la Ilustración, de los escolásticos españoles, entre otras muchas corrientes, concebían al hombre como ser naturalmente libre. Esta dimensión espiritual, incluida en la naturaleza humana, es la fundamental: es en ella donde el hombre puede integrarse a sí mismo en una unidad y puede, por tanto, realizarse plenamente y encontrar la verdadera alegría. 

Tal vez lo más interesante de la logoterapia es que, para tener sentido ella misma, necesita afirmar la realidad ontológica de la dimensión espiritual del hombre, no como algo que haya que tomar en cuenta como si fuera cierto, como parte del lenguaje popular, sino como algo realmente cierto. No como un constructo social, sino como una sustancia natural que está ya ahí. Y la búsqueda del sentido tiene lugar en esta dimensión, porque el sentido (λόγος) mora en el espíritu. No está nunca de más recalcar que no se trata de que debamos actuar como si el sentido existiera, sino que debemos entender que el sentido existe, y no como una invención, sino como algo que tenemos que descubrir en nuestro espíritu. Porque, según dice Frankl, “el sentido no puede darse, sino que debe descubrirse”, “el sentido debe descubrirse, pero no inventarse”, “el sentido no sólo debe, sino que también puede encontrarse”. Y de estas tres sentencias que él nos proporciona como características formales del sentido, se deduce la principal característica formal del sentido, fundiéndose las tres en una sola: el sentido existe.

martes, 24 de diciembre de 2013

La verdadera alegría

La felicidad no está en el placer, porque el placer se recibe por lo sensible, y lo sensible está inscrito en el devenir, pertenece a lo externo y sólo satisface la dimensión sensible del ser humano. El placer, por tanto, al ser sensible, está inscrito en el devenir, y si la felicidad fuera tan sólo placer, entonces oscilaría en la impermanencia, y ora se es feliz, ora ya no. Por tanto, si la felicidad fuera placer, vacilaría, oscilaría, no perduraría en el tiempo, sino que sería perecedera. En segundo lugar, el placer es tan sólo percepción interna de lo exterior, de lo que viene de afuera. Y lo que viene de afuera, las circunstancias exteriores, no está en nuestro poder, no depende de nuestra libertad. Así pues, si la felicidad es placer y el placer escapa a nuestro control, entonces la felicidad es algo que no depende de nosotros, sino de los avatares del destino, de la ceguera del caprichoso azar. Finalmente, el placer, al dirigirse a la dimensión sensible del hombre, descuida su dimensión no sensible, porque, como decía Viktor Frankl, el hombre también presenta una dimensión espiritual, el ángel que todos llevamos dentro. Este ángel, que es la conexión del hombre con la realidad permanente, quedaría desatendido, olvidado y, por tanto, reprimido. El placer no lleva al hombre a su plenitud; más bien ensalza la dimensión sensible y atrofia el espíritu. En consecuencia, si la felicidad es placer, y el placer no lleva a la plenitud del hombre, entonces la felicidad nunca es plena. Sin embargo, el placer es tan sólo un espejismo de felicidad, pero no la verdadera alegría.

La verdadera alegría ancla en lo permanente, es independiente del contexto y se dirige a la dimensión espiritual, que abraza también lo sensible y le otorga una nueva dignidad. Y lo permanente está constituído, fundamentalmente, por el bien, la verdad y la belleza. No obstante, aunque nosotros las comprendamos y las queramos en nuestro interior, muchas veces estas tres realidades están ausentes en el mundo, en lo que viene de afuera. Percibimos esta ausencia como una injusticia, ¿y cómo permanecer alegres en medio de la injusticia? La clave está en la esperanza de estos bienes, no como mera ilusión, sino como presencia misma. En situaciones de injusticia sólo podemos ser salvados en la esperanza. La esperanza es la llave de la salvación (entiéndase también alegría). Porque la esperanza no es ilusión vana, sino que debe ser entendida como sustancia de lo que no se ve, certeza de lo que se espera, presencia de lo que está ausente. Y la esperanza adquiere esta dignidad a través del ejercicio de la virtud del que espera: la paciencia. La paciencia lleva a la esperanza a ser presencia de lo que se espera, y esta presencia lleva a la felicidad, a la verdadera alegría, una alegría duradera, permanente, santa. 

"La verdadera alegría" es el título de uno de los escritos de San Francisco de Asís, transmitida por el hermano Leonardo y dirigida al hermano León. En esta pequeña perla literaria está expuesta de una manera más comprensible aquello que con menos claridad he intentado expresar en esta entrada.
 

[1] Un cierto día el bienaventurado Francisco, estando en Santa María, llamó al hermano León y le dijo:
- Hermano León, escribe. [2] Éste le respondió: - Ya estoy listo.
[3] - Escribe -le dijo- cuál es la verdadera alegría: [4] Llega un mensajero y dice que han venido a la Orden todos los maestros de París. Escribe. "En esto no está la verdadera alegría". [5] También que han venido todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos, y también el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Escribe: "En esto no está la verdadera alegría". [6] Y dice también que mis hermanos han ido entre los infieles y los han convertido a todos a la fe. Y que, además, yo he recibido de Dios tanta gracia, que sano enfermos y hago muchos milagros. Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría. [7] Pero, ¿cuál es la verdadera alegría? [8] Vuelvo de Perusa y, en medio de una noche cerrada, llego aquí; es tiempo de invierno, está todo embarrado y hace tanto frío, que en los bordes de la túnica se forman carámbanos de agua fría congelada que golpean continuamente las piernas, y brota sangre de sus heridas. [9] Y todo embarrado, aterido y helado, llego a la puerta; y después de golpear y llamar un buen rato, acude el hermano y pregunta:
- ¿Quién es? 
Yo respondo:
- El hermano Francisco. 
[10] Y él dice:
- Largo de aquí. No es hora decente para andar de camino; no entrarás. 
[11] Y, al insistir yo de nuevo, responde:
- Largo de aquí. Tú eres un simple y un inculto. Ya no vienes con nosotros. Nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos. 
[12] Y yo vuelvo a la puerta y digo:
- Por amor de Dios, acogedme por esta noche. 
[13] Y él responde:
- No lo haré.
[14] Vete al lugar de los crucíferos y pide allí. 
[15] Te digo que, si he tenido paciencia y no me he turbado, en esto está la verdadera alegría, y la verdadera virtud y la salvación del alma.

domingo, 15 de diciembre de 2013

El lógos y el sentido

Viktor Frankl defendió que lo propio del hombre es la voluntad de sentido, y a partir de esta premisa elaboró una teoría psicoterapéutica, fundando la llamada tercera escuela vienesa. El nombre que Frankl dio a su teoría es interesante: logoterapia. Con Logoterapia quería decir "terapia del sentido", identificando "lógos" con "sentido". Habitualmente nos han traducido esta palabra griega por "razón", si estamos en un contexto filosófico, o "palabra", si estamos en un contexto religioso o filológico, pero no es usual que se entienda como sentido. No obstante, la palabra "lógos" ha adquirido este significado mucho antes de que se lo diera Frankl. En la Alta Edad Media, los Padres griegos tardíos hicieron esta identificación, y fundamentalmente San Máximo el Confesor, que en el siglo VII elaboró una doctrina acerca del lógos que tiene un fuerte carácter existencial.

San Máximo, partiendo del famoso prólogo del Evangelio de Juan en que el evangelista identifica a Cristo con el Lógos de Dios, elabora una teoría que es novedosa, tanto en el ámbito teológico como en el filosófico. La novedad estriba en que, para él, los lógoi -algo parecido a las ideas platónicas, pero en una cosmovisión muy diferente- son voluntades de Dios. En este sentido, los lógoi no son entendidos ya como pensamientos de Dios -cosa habitual en el medioplatonismo-, sino directamente como voluntades de Dios. La filosofía de San Máximo no es intelectualista, sino voluntarista.

San Máximo nos enseña que hay un lógos para cada ser creado, ya sea universal o particular. Esto es, Dios crea las cosas con una voluntad; el hecho de que cada ser exista es voluntad de Dios. Partiendo de que el Lógos es Cristo, Máximo señala que hay una doble relación: por un lado, Cristo está en todos los seres en forma de lógos particular, y por otro todos los seres están en Cristo, que es el Lógos de los lógoi. De modo que, al ser cada lógos la voluntad de Dios para con el ser correspondiente, el lógos es para cada ser su sentido mismo. El lógos es el sentido de la existencia de cada ser. 

Puede entenderse ahora el carácter existencial de la filosofía maximiana: la existencia tiene un sentido que hay que descubrir.Y hay que descubrirlo en dos dimensiones: en la comunidad de la naturaleza humana y en la particularidad de las personas. Por un lado, Dios da a los hombres una misión única, que es la unificación de todas las polaridades del ser: trascender la división entre hombre y mujer, bien mediante el matrimonio, bien mediante la práctica ascética; convertir esta tierra inhóspita en el paraíso mediante la acción amorosa en el mundo; unir el cielo y la tierra en la contemplación y la meditación; unir el mundo inteligible y el mundo sensible, purificando lo sensible y sensibilizando lo inteligible; y, finalmente, mediante el amor y sólo con el concurso de la gracia divina, dejarse abrazar por Dios, convirtiéndose en hombres santos así como Dios se hizo hombre. Además, todos los hombres estamos llamados por igual (tal es la voluntad -lógos- de Dios) a desarrollar cuantas capacidades humanas dispongamos: conservar el ser, vivir en constante alegría, tendiendo siempre al bien, a la belleza y a la verdad.

Por otro lado, Dios tiene una voluntad para cada ser particular. Dicho de otro modo: Dios se ha expresado voluntariamente de un modo particular en cada ser particular. Todos tenemos una misma misión, descrita brevemente en el anterior párrafo, pero cada uno lo hace a su manera. La misión es la misma para todos, pero el modo de llevarla a cabo es necesariamente diferente. Para explicar este hecho, San Máximo usa la expresión "modo de existencia" (τρόπος τὴς ὑπάρξεος): todos somos igualmente humanos, pero todos somos diferentes según nuestro modo de existencia. Todos estamos igualmente llamados a ser felices, pero cada uno a su manera. El fin es el mismo; el modo, diferente. El modo de existencia es definido constantemente por las decisiones y las acciones libres, por las inclinaciones de su libre voluntad. Y es el sujeto el que libremente debe descubrir el sentido de su existencia, su propia vocación, y cumplirla, pues no sólo su cumplimiento, sino el desarrollo y el camino mismo en el sentido, es lo que lleva al hombre a la verdadera felicidad.

domingo, 8 de diciembre de 2013

¡Ama y haz lo que quieras!




"No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti". Esta fórmula es conocida como la "regla de plata" (o regla de oro negativa), pero en el Evangelio es recogida una fórmula un tanto diferente, que va más allá, y es la llamada "regla de oro" (positiva): Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos (Mt, 7, 12). Sin embargo, el principio de la ética cristiana, a mi modo de ver, está en una sentencia de San Agustín que va más allá de estas reglas, al decir: Ama y haz lo que quieras. Va más allá, porque trasciende la propia esfera individual. Las reglas de plata y de oro tienen como base la empatía: ponerse uno en el lugar del otro para no hacer al otro lo que no quiere que se le haga a uno, o hacer al otro lo que querríamos que nos hicieran a nosotros. La sentencia de San Agustín incluye la regla de oro, pero va más allá, pues no tiene como base la empatía, sino la libertad, porque, como decía San Buenaventura, libertad es amor. 

Pero, ¿qué tipo de amor? ¿Acaso por amor no se cometen tantos crímenes? Conviene, pues, ir al texto original para entender la sentencia del obispo de Hipona: Dilige, et quod vis fac. Hay dos exhortaciones dentro de esta sentencia: 1) ama, y 2) haz lo que quieras, la segunda de las cuales tiene necesidad de la primera. Para la primera exhortación San Agustín usa la palabra “dilige", forma imperativa del verbo diligere. El verbo diligere significa amar reflexivamente, con un amor racional. Esto no significa que sea amor especulativo o científico, lo cual podría ser algo absurdo, sino que alude a un amor anclado en la verdad (caritas in veritate), un amor que, al volver la vista a la altura celeste, recibe la dignidad de lo permanente, de lo eterno. No es un amor que tal como viene se va, no es un amor caduco, que ahora es y luego ya no. Por tanto, cuando San Agustín nos dice ¡Ama!Dilige!-, nos está llamando a amar libremente, a amar con un amor libre de lo perecedero. 

            La segunda parte de la sentencia es haz lo que quieras. Es necesario, por un lado, reiterar su dependencia del imperativo ¡Ama!, para que no caiga en una llamada al libertinaje. En efecto, ¡Ama! va más allá de la responsabilidad: la libertad es responsabilidad allá donde no llega el amor, pero si el amor todo lo cubre, la responsabilidad ya no tiene sentido, pues se presupone, y entonces la libertad es verdadera y plena. Por otro lado, cuando San Agustín dice haz lo que quieras, no nos está queriendo decir que hagamos cuanto nos apetezca hacer. El apetito es esclavizante, no tiende naturalmente al bien, sino que puede tender también al mal. Está inserto en la mutabilidad, por lo que pasa del bien al mal lo mismo que del mal al bien. Por esta razón, el apetito es ciego, carece de luz, y hace caminar a tientas y tropezarse y caer. Por supuesto, no es esto lo que nos dice San Agustín que hagamos. Sus palabras en latín son quod vis fac: la forma verbal que usa para decir quieras es vis, presente del subjuntivo del verbo cuyo infinitivo es volere, del cual deriva la palabra “voluntad”. Este querer es un querer racional y libre, un querer que tiene luz, que sabe de dónde viene y a dónde va. En este sentido, el querer se contrapone al apetito. La voluntad, puesto que tiene luz, se dirige al bien, mientras que el apetito se mueve en la oscuridad y no tiene discernimiento del bien y del mal. Por tanto, haz lo que quieras es una llamada a hacer con libertad cuanto quiera hacerse, pero con la luz del intelecto que discierne entre el bien y el mal y tiende al bien. 

Así podemos entender lo que San Agustín quería decir con Ama y haz lo que quieras y lo que sigue a esta exhortación: "si te callas, hazlo por amor; si gritas, hazlo por amor; si corriges, también con amor; si te abstienes, por amor. Que la raíz de amor esté dentro de ti y nada pueda salir sino lo que es bueno." (Homilía VII, párrafo 8).

viernes, 6 de diciembre de 2013

Leyenda de San Nicolás y San Casiano




Hoy viernes 6 de diciembre, con motivo de la festividad de San Nicolás de Bari, traigo esta sugerente leyenda de la tradición rusa, según la interpretó un pensador ruso de finales del siglo XIX. 

Con las diferencias de espiritualidad entre los cristianos de occidente y los cristianos de oriente de fondo, Vladimir Soloviov, en el primer capítulo de su obra Rusia y la Iglesia universal, relata la leyenda de San Nicolás y San Casiano. La espiritualidad bizantina, con base en los padres del desierto y heredada por las iglesias ortodoxas, consiste fundamentalmente en la contemplación. Sólo hay una forma de monacato en el cristianismo oriental, y es fundamentalmente contemplativa, eremítica, conocida como Hesicasmo. La palabra Hesicasmo deriva del griego ἡσυχία (hesijía), que significa quietud, paz, vida tranquila lejos del mundanal ruido. Animados con la llamada de San Pablo a orar en todo momento, los monjes hesicastas han desarrollado la oración de Jesús, que mediante la repetición constante de unas fórmulas, la más destacada de las cuales es “Señor Jesús, ten piedad de mi, pecador”, se identifica primero con la respiración, y después con los latidos del corazón. Por esta razón también es conocida como la oración del corazón. Sin embargo, la espiritualidad cristiana occidental, aunque no ha desarrollado un método de meditación tan sofisticado, es más variada y presenta un importante desarrollo del ejercicio de la caridad cristiana con los pobres, los enfermos, los presos y los últimos de la sociedad en general. Los monjes y las monjas occidentales no “rehúyen” el mundo, sino que se adentran en él para ejercer la caridad. 

La antigua leyenda rusa cuenta que iban caminando San Casiano y San Nicolás, hablando sobre asuntos celestiales. Durante el camino, encontraron a un hombre en apuros, pues la carreta de heno que llevaba se había quedado atascada en el barro y él era incapaz por sí solo de sacarlo y ponerlo de nuevo en marcha. Ante ello, San Nicolás fue resuelto a ayudar al hombre en apuros, mientras que San Casiano se cuidó muy bien de hacerlo por miedo a que su clámide quedara manchada. La leyenda cuenta que al final, cuando los dos santos ascendieron al cielo y se hallaron ante San Pedro, éste, sorprendido, preguntó qué había ocurrido y escuchó el relato que ambos le contaron. San Pedro decidió entonces premiar con dos festividades anuales al nombre de San Nicolás por no haber tenido miedo de ensuciar su clámide de lodo con tal de ayudar al prójimo, mientras que a San Casiano le otorgó una sola festividad cada cuatro años, tan sólo los años bisiestos. 

En esta leyenda rusa, Soloviov identifica la tradición hesicasta con la figura de San Casiano, quien permanece impoluto, sin mancha, alejado del barro de la tierra y con los ojos clavados en la pureza del cielo. Frente al hesicasmo, Soloviov muestra a San Nicolás, quien, sin dejar de alzar la mirada a las alturas celestes, también se mezcla en el barro y se mancha, actúa en el mundo para mejorarlo. Con ello, el pensador ruso pretende dar valor a la práctica de una vida a la vez contemplativa y comprometida con el prójimo, una vida de recogimiento y a la vez de acción en el mundo –representada por San Nicolás-, frente a la tradición hesicasta –representada por San Casiano- que generalmente se ha centrado en la práctica ascética y ha abandonado la acción caritativa en el mundo. En efecto, según cuenta el Evangelio, el pastor que cuida del rebaño debe conocer a cada una de sus ovejas, y sólo el pastor que vive entre sus ovejas puede tener verdadero conocimiento de ellas. Y el que vive entre las ovejas no puede evitar que el olor a oveja se incruste en su ropa, así como Cristo asumió todo cuanto pertenece a la naturaleza humana por amor a la humanidad.  

domingo, 1 de diciembre de 2013

El sentido, la libertad y la Providencia


 
Con la esperanza del triunfo final y definitivo del Amor, el cristiano vive en la confianza en la Providencia divina. Los Padres griegos usaban la palabra Προνοία, que quiere decir “visión anterior”, en alusión al conocimiento que Dios tiene de todo lo que va a suceder. Sin embargo, no hay que confundir Providencia con determinismo, esto es, el pensamiento de que el hombre está fatalmente predestinado, que todas sus actuaciones están prefijadas por la autoridad divina, no dejando hueco al ejercicio de su libertad. Por otro lado, esta ausencia de predeterminación tampoco conlleva la ausencia de un sentido que guíe nuestras vidas: el sentido, como fue señalado en El sentido en el sufrimiento y El sentido en el silencio, está ya ahí, es una vocación a la que debemos responder, bien acogiendo la propia misión o bien alienándose en otros asuntos mundanos. 

Depende, pues, de nuestra capacidad de recibir esa llamada. Pseudo-Dionisio explicaba que las energías divinas se derramaban sobre la creación, según la “maleabilidad” de cada ser, esto es, la capacidad de recepción que cada individuo presenta. Esta capacidad no tiene que ver con la naturaleza, sino con la persona: la capacidad de cada ser no está definida de antemano, sino que consiste precisamente en las elecciones que libremente va haciendo en el curso de su propia historia. Así, del mismo modo que el hombre puede, en virtud de su libre elección, hacerse receptivo a los dones de Dios –la Verdad, el Bien, la Luz, la Belleza, etc.-, así también puede hacerse receptivo al sentido. En función de la apertura a la trascendencia, de su capacidad de escucha y de su relativa independencia de las condiciones materiales de la existencia, el hombre puede asumir la propiedad de su ser, el sentido profundo de su existencia, y llevar a cumplimiento la misión que le ha sido otorgada. 

Dios nos ha creado con una voluntad, somos voluntades (λόγοι) de Dios, y esta manifestación de la Providencia divina no se percibe si no es a través de una visión universal de la propia existencia. Podemos ver los acontecimientos de nuestra vida en su inmediatez, pero de este modo no podremos descubrir el sentido que lo guía. Es conveniente observar estos acontecimientos en su conexión con el resto de sucesos que van formando nuestra biografía: en el camino hallamos el sentido. San Agustín veía los signos de la Providencia en su vida de este modo: veía un mosaico, y cada tesela parecía carecer de sentido en sí misma, pero una vez colocadas en su lugar correspondiente, pudo encontrar el sentido universal de su existencia particular. 

En relación con esta reflexión, y para los que aún quieran seguir leyendo y tengan tiempo, quiero recordar un cuento que no hace mucho leí en un libro de historias para niños… o adultos llenos de fe. Nos muestra que nuestra vida tiene un sentido, que no podremos entender en la inmediatez de los sucesos, sino a lo largo del camino, hasta al final ver su cumplimiento. Nos enseña que no nos debemos desanimar ni deprimir –ver lo inmediato como universal-, sino que debemos cultivar la esperanza y confiar en la Providencia de Dios. He aquí el cuento:

TRES ÁRBOLES Y TRES MISIONES


“Por más que las apariencias intenten mostrar lo contrario, somos llevados por Dios a cumplir la misión que de Él recibimos. Esta verdad se refleja de modo sorprendente en la historia de los tres árboles.

·         Tres grandes aspiraciones.

En la colina de un bosque se encontraban tres arbolitos que crecían en dirección al sol y allí conversaban sobre sus sueños y aspiraciones. El primer arbolito miró a las estrellas y dijo: “Yo sueño ser un cofre para guardar tesoros: oro, plata y piedras preciosas.” El segundo deseaba ser una poderosa embarcación, donde viajasen reyes y grandes personalidades a través de los mares. “Pues yo –dijo el tercero- deseo crecer y crecer, ser el más recto y alto de los árboles del bosque, de modo que todos los que me vean en lo alto de esta colina piensen en Dios. Quiero ser el mayor de los árboles de todos los tiempos y estar siempre en la memoria de los hombres.”

·         Tres amargas decepciones

Durante muchos años llovió, el sol brilló y los tres árboles crecieron. Un día tres leñadores subieron a la cima de la colina. Miraron para el primer árbol y uno de ellos dijo: “¡Qué árbol tan hermoso!” Y lo cortó para vender la madera a un carpintero. El árbol estaba feliz, pues sabía que el carpintero podía convertirlo en un cofre de tesoros. Otro leñador examinó el segundo árbol y dijo: “¡Este árbol es muy fuerte y me viene muy bien! Se lo voy a vender al carpintero del puerto.” El segundo árbol también se quedó muy feliz, al darse cuenta de que estaba a camino de convertirse en un gran navío. El tercer árbol, sin embargo, se entristeció cuando el último leñador se le aproximó, pues sabía que si lo cortaban su sueño nunca se haría realidad. 

El primer árbol fue convertido en una batea y puesto en un establo donde el ganado iba a comer. El segundo fue transformado en una insignificante embarcación, tan pequeña que no podía navegar en alta mar. ¡Triste fin para un sueño tan grandioso! El tercero, después de ser talado fue cortado en pesadas tablas y guardado en un depósito. 

·         Tres realizaciones espléndidas

Pasaron los años. Un día se resguardaron en un establo un hombre y una mujer de sublime aspecto. Ella dio a luz a un niño resplandeciente de hermosura y lo colocó en el pesebre hecho con el primer árbol. Éste entonces se alegró al saber que estaba sosteniendo al Niño Jesús, el mayor tesoro de la Historia. 

Años después, algunos pescadores navegaban en la barca construida con el segundo árbol. De repente una tempestad puso en peligro la vida de los navegantes. Mas uno de ellos se levantó y dijo: “¡Cálmate!”, y la tormenta cesó al instante. En ese momento el segundo árbol se estremeció de alegría, al percibir que transportaba al Rey de los Reyes. 

No mucho tiempo después, en un triste viernes, un hombre de semblante divino tomó las tablas del tercer árbol y las cargó por las calles mientras otras personas lo insultaban y golpeaban. Se detuvo de su trayecto en una pequeña colina, donde aquel hombre fue clavado en aquellas mismas tablas y suspendido sobre ellas, murió. Cuando llegó el domingo, el tercer árbol se dio cuenta de que, erguido sobre la colina, estuvo tan próximo de Dios como nunca pudo imaginar, pues Jesús había sido crucificado en él. 

·         Moraleja de la historia.

Incluso cuando todo parece contrariar tus mejores esperanzas, no te olvides de que Dios tiene un plan para ti. Pon en Él tu confianza. Acuérdate de que cada árbol vio superiormente realizada su buena aspiración, aunque de modo diferente de cómo lo imaginaba.

domingo, 24 de noviembre de 2013

El sentido en el silencio




Dios nos dio la luz del día, pero también la noche; nos dio el intelecto, pero también el corazón; no sólo nos dio la capacidad de hablar, sino también el silencio; nos dio el juicio, pero también la escucha; nos dio la razón, pero también la fe. 

Cuando todo en la vida es exitoso, cuando todo aparentemente tiene sentido, porque nuestra mente es capaz de dar sentido a lo que pasa, la pregunta por el sentido es algo tan obvio que no sale a la superficie. En cambio, cuando sucede el fracaso, o cuando de repente pasa algo que no esperábamos, que nos duele y que, además, no podemos evitar, nuestra mente se ve incapaz de darle sentido, sentimos la situación desgarradora de la persona que no tiene a qué agarrarse. Nuestra mente calla, aturdida, porque se ve incapaz de dar sentido. 

Si todo va bien, vivimos despreocupados en la superficie, en los sentidos que otorga nuestra mente a lo que pasa. En cambio, en una situación de sufrimiento inevitable, preguntamos por su sentido a nuestro entendimiento, pero éste se ve incapaz de respondernos. Es entonces cuando se nos abren dos posibles caminos: o nos sumimos en la desesperanza, en la incapacidad de nuestra mente para dar sentido a lo que pasa, o nos abrimos a la trascendencia. Esta apertura a la trascendencia consiste en comprender que hay situaciones cuyo sentido no es otorgado por nuestro entendimiento ni así debe serlo, sino que procede de algo que nos trasciende. Ese sentido espera ser descubierto, porque está ya ahí. No somos nosotros los que lo damos, sino los que lo descubrimos. 

El sentido del sufrimiento inevitable, que aparentemente no tiene sentido, es el sentido mismo. Ante una situación así, la mente calla, nuestro pensamiento consiste en preguntas acerca del sentido, pero no obtenemos respuesta, porque el entendimiento es incapaz de darla. Este falta de respuesta de la mente posibilita el silencio, que es apertura a la escucha, pues, ¿cómo escuchar si somos siempre nosotros los que hablamos? La escucha proviene del corazón, no del intelecto, aunque éste se vea iluminado por él. Y así la luz se vuelve tinieblas, y las tinieblas luz, pues, ¿cómo ver las cosas invisibles si no es en la oscuridad? Y es el corazón el que ilumina al intelecto con la luz de la fe (lumen fidei). Y esta apertura del corazón, ¿qué escucha? Escucha el sentido, pero no uno que damos nosotros, sino el sentido trascendente, a partir del cual todo lo demás cobra sentido. 

Esto explica aquella frase que el Papa Francisco dijo al comienzo de su pontificado: “En ocasiones, en la vida, los anteojos para ver a Jesús son las lágrimas”.