domingo, 17 de noviembre de 2013

Discernimiento y felicidad


El marxismo baja a la tierra el fin escatológico del cristianismo: el cristianismo tiende al Reino de los Cielos en que la humanidad es al fin redimida de toda ausencia de bien, de justicia, de amor, de verdad, de luz, y de todos los nombres de Dios, que ha sufrido a lo largo del siglo. El marxismo niega la trascendencia, y por tanto proclama la realización del Reino de los Cielos en la tierra. “Desenmascara” al cristianismo como postergación de la justicia social y convierte el Reino de Dios en el Reino del hombre. Y para acabar con el estado de injusticia, que es consecuencia de unas luchas de clases determinadas por las relaciones económicas a lo largo de la historia, basta con acabar con las diferencias de clases mediante una revolución total. En una sociedad sin clases –el comunismo, fin del proceso histórico- no habrá lugar para la injusticia y, de este modo, la humanidad al fin hallará la felicidad. 

Pero, si el objetivo es la felicidad en la realización del fin de la historia, se da el caso de que muchos grupos de ideología marxista, están llenos de personas que, dando su vida por ser configuradores de la historia, acaban frustrándose por la difícil consecución de su fin. Y muchos de ellos también sufren una neurosis por falta de sentido (neurosis noógena), siendo víctimas del vacío existencial. La frustración es consecuencia del desfase entre el alcance limitado de una persona o un grupo limitado de personas y el fin de la revolución de la totalidad: sólo la totalidad podrá llevar a cabo una verdadera revolución total, mientras que las personas particulares tienen un alcance menor. El vacío existencial es fruto de la ilegítima invasión de la filosofía marxista en el plano estrictamente existencial y religioso. Pero no nos vamos a detener en este aspecto, sino en la frustración, que Benedicto XVI expresaba tan acertadamente en Deus caritas est: “A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento.”

En la teoría sobre la voluntad que san Máximo el Confesor elaboró en el siglo VII, hay dos conceptos fundamentales: ἐφ’ἥμιν y οὐκ ἐφ’ἥμιν, de los que el segundo es negación del primero. Éste término significa literalmente “sobre nosotros”, pero los griegos lo entendían de dos modos a la vez: 1) de una mano, se suele traducir como “lo que nos atañe”, “lo que es asunto nuestro”, “lo que es de nuestra incumbencia”, y 2) de otra mano, como “lo que podemos controlar”, “lo que depende de nuestra libre elección”, “aquello en que tenemos autoridad”. Así, cuando san Máximo escribía ἐφ’ἥμιν quería decir una sentencia muy significativa: lo que es asunto nuestro es lo que podemos controlar, lo que depende de nosotros. Por tanto, οὐκ ἐφ’ἥμιν es lo que no podemos controlar y, en consecuencia, no es asunto nuestro. Tenemos, pues, que dirigir nuestra voluntad personal hacia los asuntos que podemos controlar, ya que si lo dirigimos hacia lo que escapa a nuestro poder, acabamos frustrándonos. En otras palabras, se trata de comprender que no somos Dios, sino hombres limitados. Esto no significa, no obstante, que no nos interesen los asuntos que no dependen de nosotros: podemos no permanecer indiferentes ante el suceso de un terremoto en China, pero no podemos hacer depender de nosotros el hecho de que cientos de personas sobrevivan o mueran. Eso no es asunto de una persona: nuestro alcance es limitado y, lo que no podemos controlar, conviene dejárselo a la Providencia. Hace falta discernir lo que nos atañe de lo que no, según San Máximo: “Así pues, separando lo que no depende de nosotros de lo que depende, el primero es íntegramente de la incumbencia de la Providencia divina; en cuanto al otro, creemos que con la Providencia divina, su uso feliz incumbe también a nuestro juicio y voluntad” (PG 091, 368C).   

Conviene, pues, discernir entre lo que es asunto nuestro y lo que no, comprendiendo que lo total pertenece a lo total, esto es, que un grupo limitado de hombres no pueden llevar a cabo una revolución de la totalidad (que no acabe en tragedia). Conviene discernir cuál es nuestro ámbito de actuación. Para ello quiero remontarme a los románticos del Círculo de Jena, quienes defendían la revolución fragmentaria. Puesto que la totalidad –el sistema- es inalcanzable, sólo podemos mejorar el mundo mediante fragmentos de esa totalidad. Los románticos entendían que el fragmento, a diferencia de la parte de un todo, contenía en sí a la totalidad misma,  era “más bien una obra de arte de por sí que una parte de una obra” (Schleiermacher, Über die religion). La revolución fragmentaria no pretende una revolución de la totalidad, ni entiende los pequeños actos de amor y justicia como partes de un todo o tendentes a un fin, sino como el reflejo de la totalidad y un fin en sí mismo. Decía Novalis que “nos encontramos en una misión; estamos llamados a formar la tierra”, a hacer este mundo más justo sembrando con amor la verdad, el bien y la belleza, en el entorno en que nuestra acción es poderosa, que no es la totalidad, y así “se liberará de la presunción de tener que mejorar el mundo –algo siempre necesario- en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros.” (Benedicto XIV, Deus caritas est). 

6 comentarios:

  1. Nuestra inteligencia siempre ha hecho que nos creamos una especie superior, que estamos donde estamos porque tenemos un cometido especial. Las diferentes culturas, religiones, teorías políticas, etcétera, han tendido a aplicar esa concepción de la especie humana para unos objetivos u otros, sin darnos cuenta de eso que dices, no somos dueños del mundo ni de la historia, dada nuestra más que evidente (para el que quiera verla) limitación. Incluso teorías críticas con esta noción del ser humano como "especie elegida" se sirven de esta misma sin pretenderlo (se me vienen a la cabeza ciertas ideas del ecologismo, que argumentan que, como no somos dueños del planeta, debemos protegerlo, cuando la protección se da, fundamentalmente, a lo que se posee o a lo que está bajo la propia responsabilidad).

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    1. En efecto, se trata de comprender nuestra limitación y, a su vez, el gran potencial que tenemos. Si nos comparamos con Dios, somos muy limitados; si nos comparamos con la hierba, tenemos un gran potencial. Se trata de eso, de no pretender ser ni dioses ni vegetales. Y por eso quise recordar aquello que los románticos llamaban revolución fragmentaria, creo que en este caso es la solución. Aunque creo que el problema no viene directamente de la religión, que se encarga de subrayar la humildad del hombre frente a Dios, sino más bien de la secularización de ésta, que busca endiosar al hombre. También pienso que hay una misión, pero ésta debe ser acorde a nuestra naturaleza. Un saludo.

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  3. Confieso que fui esclavo del orgullo, un miope sin lentes y con anteojeras. Encadenado a una ideología indigesta deseosa de controlar –qué miedo da esta palabra– la totalidad –por algo se llama «totalitarismo»– porque se arrogaba la autoridad para ello (ἐφ’ἥμιν); fui manumitido por lecturas sanas y el apaciguamiento de mi fervor mancebo (mancĭpus, esclavo) –¿ser joven es ser esclavo? En cierta medida creo que sí–. Nietzsche dio así razón del constante embrujo que padecemos los jóvenes: "Si se considera cuán contenida se halla en los jóvenes la fuerza que está deseando estallar, no nos sorprenderá observar que carecen de delicadeza y de tacto para decidirse en favor de esta o de la otra causa. Lo que les atrae es el espectáculo del ardor que rodea a una causa, en cierto sentido el espectáculo de la mecha encendida, y no la causa en sí misma. Por eso los seductores más sagaces se ingenian en hacerles esperar la explosión, mejor que en convencerles con razones: con argumentos no se conquista a esos barriles de pólvora." (XXXVIII, La gaya ciencia).
    Un espectro –esta palabra también da miedo– se cernió sobre el mundo… y le dijo ¡arre!, tratándolo cual bestia miope y con anteojeras, pero la necesidad apremiaba. No eran tiempos de reflexión, sino de acción. Y cuando la acción sin previa reflexión es abandonada por la fortuna, las cosas suelen acabar mal: “personas que, dando su vida por ser configuradores de la historia, acaban frustrándose por la difícil consecución de su fin. (...) La frustración es consecuencia del desfase entre el alcance limitado de una persona o un grupo limitado de personas y el fin de la revolución de la totalidad.” Frustración que refleja esta charla entre dos señores fatigados por la guerra:
    “—Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?
    —Por qué ha de ser, compadre —contestó el coronel Gerineldo Márquez—: por el gran partido liberal.
    —Dichoso tú que lo sabes —contestó él—. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo.
    —Eso es malo —dijo el coronel Gerineldo Márquez.
    Al coronel Aureliano Buendía le divirtió su alarma. «Naturalmente», dijo. «Pero en todo caso, es mejor eso, que no saber por qué se pelea». Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:
    —O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.” (Cien años de soledad, GGM).
    Creo que tras la Segunda Guerra Mundial el mundo dejó de ser joven. Ha madurado. Ha dejado de sentirse embrujado por “el espectáculo de la mecha encendida”.

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    1. Gran reflexión, Alex. Ciertamente la juventud es fácil de manipular, por el entusiasmo irreflexivo que suele haber en ella. Conviene apuntar que en este sentido entendemos la juventud como una predisposición del ánimo, no con un significado exactamente cronológico: hay muchos viejos jóvenes y muchos jóvenes viejos. Creo, además, que el mundo se hizo en general peligrosamente conformista tras la II guerra mundial, pasando al otro extremo. El discernimiento trata de no sobrepasar lo que podemos hacer, es cierto, pero también de emprender con energía -¡y entusiasmo juvenil!- lo que sí podemos hacer. Gracias por tu comentario, Álex.

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