Dios
nos dio la luz del día, pero también la noche; nos dio el intelecto, pero
también el corazón; no sólo nos dio la capacidad de hablar, sino también el
silencio; nos dio el juicio, pero también la escucha; nos dio la razón, pero
también la fe.
Cuando
todo en la vida es exitoso, cuando todo aparentemente tiene sentido, porque
nuestra mente es capaz de dar sentido a lo que pasa, la pregunta por el sentido
es algo tan obvio que no sale a la superficie. En cambio, cuando sucede el
fracaso, o cuando de repente pasa algo que no esperábamos, que nos duele y
que, además, no podemos evitar, nuestra mente se ve incapaz de darle sentido, sentimos
la situación desgarradora de la persona que no tiene a qué agarrarse. Nuestra mente
calla, aturdida, porque se ve incapaz de dar sentido.
Si
todo va bien, vivimos despreocupados en la superficie, en los sentidos que
otorga nuestra mente a lo que pasa. En cambio, en una situación de sufrimiento
inevitable, preguntamos por su sentido a nuestro entendimiento, pero éste se ve
incapaz de respondernos. Es entonces cuando se nos abren dos posibles caminos:
o nos sumimos en la desesperanza, en la incapacidad de nuestra mente para dar
sentido a lo que pasa, o nos abrimos a la trascendencia. Esta apertura a la
trascendencia consiste en comprender que hay situaciones cuyo sentido no es
otorgado por nuestro entendimiento ni así debe serlo, sino que procede de algo
que nos trasciende. Ese sentido espera ser descubierto, porque está ya ahí. No
somos nosotros los que lo damos, sino los que lo descubrimos.
El sentido del sufrimiento
inevitable, que aparentemente no tiene sentido, es el sentido mismo.
Ante una situación así, la mente calla, nuestro pensamiento consiste en
preguntas acerca del sentido, pero no obtenemos respuesta, porque el
entendimiento es incapaz de darla. Este falta de respuesta de la mente posibilita el
silencio, que es apertura a la escucha, pues, ¿cómo escuchar si somos siempre
nosotros los que hablamos? La escucha proviene del corazón, no del intelecto, aunque
éste se vea iluminado por él. Y así la luz se vuelve tinieblas, y las tinieblas
luz, pues, ¿cómo ver las cosas invisibles si no es en la oscuridad? Y es el
corazón el que ilumina al intelecto con la luz de la fe (lumen fidei). Y esta apertura del corazón, ¿qué escucha? Escucha el
sentido, pero no uno que damos nosotros, sino el sentido trascendente, a partir
del cual todo lo demás cobra sentido.
Esto
explica aquella frase que el Papa Francisco dijo al comienzo de su pontificado:
“En ocasiones, en la vida, los anteojos para ver a Jesús son las lágrimas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario