Dostoievski, aparte de ser un escritor
clásico de la literatura universal, es un filósofo cuyo pensamiento tiene
tintes existenciales. Podemos resumir en cinco puntos la filosofía existencial
del pensador ruso: 1) El hombre es entendido como una profundidad insondable
donde todo es posible; 2) La apuesta, el ejercicio de la verdadera libertad, se
manifiesta principalmente en los momentos más trágicos y extremos; 3) Los dos
extremos están presentes en el mismo hombre en situaciones muy cercanas en el
tiempo; 4) El hombre es un ser desdoblado que asume una libertad trágica; 5) La
libertad no se adquiere por medio de revoluciones ni es proporcionada por el
Estado, no viene de afuera, sino que es interior.
Por otro lado, si aceptamos con Viktor
Frankl que la naturaleza humana, más que consistir en la racionalidad o en
cualquier otra cosa, consiste en que alberga en sí una voluntad de sentido,
entonces podemos estudiar su relación con la verdad en términos de adecuación o
inadecuación. Es decir, la naturaleza humana puede ser adecuada o inadecuada a
la verdad. En este sentido, si la naturaleza humana consiste esencialmente en
la voluntad de sentido, entonces será adecuada a la realidad si existe
verdaderamente ese sentido o inadecuada si no existe. Si la naturaleza humana y
la verdad son inadecuadas, si no encajan la una con la otra, entonces, aparte
de que habría una contradicción en la realidad misma, ni la existencia humana
ni el mundo tienen sentido. Nos queda entonces reconocer que la filosofía del
absurdo es adecuada a la realidad, y por tanto, regodearnos en una nada
existencial a partir de la cual el hombre da a la realidad el sentido del que
carece. Cosa que, por otro lado, nunca acepta Frankl, que, en su teorización
del sentido, señala que éste debe descubrirse, nunca inventarse. A pesar de las
raíces existencialistas de la logoterapia, Frankl no cae en la filosofía del
absurdo de un Sartre o un Camus, sino que afirma con rotundidad la existencia
de un sentido y de un intelecto (νοῦς) espiritual capaz de descubrirlo.
No obstante, si la naturaleza humana y
la realidad están entrelazadas y entre ellas no hay ningún horizonte
infranqueable ni son afectadas por ninguna contradicción, entonces la verdad es
que la existencia y el universo entero tienen sentido. Pero entonces surge un
grave y ancestral problema: ¿Qué pasa con el mal, con la injusticia, con el
sufrimiento? Caben dos respuestas: La realidad tiene sentido y el sufrimiento
no lo tiene, con lo cual el sufrimiento no es real. Y entonces nos encontramos
con la respuesta del budismo, que nos enseña que todo sufrimiento es evitable
si negamos el yo. Pero ya vimos en El
sentido en el sufrimiento que el remedio viene a ser peor que la enfermedad
y, de hecho, no evita del todo el sufrimiento. La otra respuesta es que la
realidad tiene sentido y el sufrimiento, que forma parte de la realidad,
también lo tiene. Decir que el sufrimiento tiene sentido lleva a la necesidad
de afirmar la esperanza de algo tan grande que pueda por sí mismo redimir la
mayor de las injusticias y el mayor de los sufrimientos.
Y aquí reaparece Dostoievski, que en el
capítulo ‘Rebeldía’ de Los hermanos
Karamázov plantea este problema a través del personaje Iván Karamázov. Se
pregunta qué sentido tienen el mal y el sufrimiento en el mundo y, con inquieta
rebeldía, estudia la respuesta religiosa y la marxista. Parte de un ateísmo
algo irreflexivo, propio de su juventud y de su época, y rechaza entonces una vida eterna
indeterminada en la que lo particular se pierde en lo general. Pronto pasa a la
solución marxista de una sociedad futura en la que los hombres serán felices,
pero no lo convence porque la felicidad de unas pocas generaciones no redime el
sufrimiento de tantas personas a lo largo de la historia. Este texto,
correspondiente al capítulo citado, es especialmente elocuente y plantea el
problema con total crudeza:
Soy
una viruta, y reconozco con toda humildad que no alcanzo a comprender por qué
está todo así dispuesto. Las criaturas mismas, desde luego, son culpables: les
fue dado el Paraíso, y ellas prefirieron la libertad y robaron el fuego del
cielo, sabiendo ellas mismas que iban a ser desdichadas; es decir, que no hay
por qué compadecerlas. ¡Oh, a juicio mío, según mi lamentable, terrestre,
euclidiana razón, sólo sé que el dolor existe, que no hay culpables, que todo
procede lo uno de lo otro, directa y simplemente; que todo fluye y se allana…; pero
todo es sólo necedad euclidiana, lo sé, y no puedo avenirme a vivir según ella!
¿Qué tengo ya que ver con que haya culpables y con que todo proceda simplemente
lo uno de lo otro? Yo necesito una compensación; de lo contrario, me niego. Y
compensación no en lo infinito, en ninguna parte ni nunca, sino aquí en la
Tierra, y que yo pueda verla con mis ojos. Yo creo en ella, yo quiero verla; pero
si para entonces estuviera ya muerto, pues que me resuciten, pues el que todo
eso se realizase sin mí sería harto ofensivo. No he sufrido yo para, a mi
costa, a expensas de mis crímenes y dolores, provocar una futura armonía. (…)
Yo quiero perdonar, yo quiero abrazar, y no quiero que haya más sufrimiento. Y
si el dolor de los niños está condenado a completar esa suma de dolor que es
indispensable para comprar la verdad, de antemano advierto que toda la verdad
no vale ese precio. No quiero, finalmente, que esa madre se abrace con el
verdugo que hizo que los perros devorasen a su hijito. (…) Si quiere, que
perdone por ella misma, que le perdone al sayón su imponderable dolor maternal;
pero el dolor de su hijo lacerado no tiene derecho a perdonarlo. (…) No quiero
esa armonía; por amor a la Humanidad, no la quiero. (...) Dime francamente, te
requiero a ello, responde: figúrate que tú mismo dispones el destino de la
Humanidad con intención de hacer a lo último felices a los mortales, darles,
finalmente, la paz y la tranquilidad; pero que para eso fuera menester, de modo
indispensable e ineludible, martirizar aunque sólo fuese a la más humilde
criaturita, (…) ¿te avendrías tú a hacer de arquitecto con esos cimientos?