domingo, 9 de febrero de 2014

Apuesta y racionalidad

Pascal, interesado como estaba en la probabilidad, acuñó el término "apuesta" extendiéndolo a cuestiones filosóficas o, más exactamente, existenciales. Hay preguntas que no podemos responder, porque el entendimiento humano no puede aplicar su objeto a la experiencia, no lo puede encuadrar en el contexto espacio-temporal de modo que suponga una prueba irrechazable para dar una respuesta correcta. Parece que estamos ante el problema kantiano de la metafísica: lo que es cognoscible (el mundo fenoménico) y lo que no es cognoscible (el mundo nouménico), que llevó a Wittgenstein a proferir la famosa frase de que "de lo que no se puede hablar, mejor callar". Rudolf Otto, también profundamente kantiano, para salvar esa escisión entre las preguntas científicas, que tienen como objeto lo empírico, y las preguntas existenciales, que tienen como objeto lo que no es objeto, es decir, las ideas, buscó una respuesta asimismo kantiana en la Crítica del Juicio estético: no es posible tener un verdadero conocimiento de las ideas, pero sí es posible tener una experiencia estética de ellas a través de fenómenos que nos trasladen al mundo de la razón. Es la experiencia de lo sublime. Sin embargo, a pesar del auxilio que presta la razón al hombre cuando el entendimiento se muestra incapaz, la experiencia de lo sublime puede caer en la irracionalidad, o más exactamente en la ininteligibilidad. 

Lo que Kant comprendió es que hay preguntas que no son contestables por la ciencia, y las dejó para que cada uno respondiera lo que quisiera en su subjetividad libre e irracional. Es el prejuicio ilustrado, tan criticado hoy en algunos ámbitos, de que donde no llega la razón, llega la fe. Es criticada esta idea porque sitúa a la fe como subsidiaria de la razón, como un recurso del que disponemos si el verdadero conocimiento, que es el científico, no puede responder. En primer lugar, esto supone que la fe se sitúa en el mundo de la oscuridad irracional frente al mundo luminoso de la ciencia, y en segundo lugar que la ciencia conoce sin mediaciones ni predisposiciones de ningún tipo. Kuhn, científico y filósofo de la ciencia de mediados del siglo XX, en la obra La estructura de las revoluciones científicas que cambió el devenir de la filosofía analítica, invirtió ese esquema. Trató de demostrar que esas preguntas que decíamos que tenían sentido allí adonde la ciencia no daba alcance, realmente tiene lugar antes de la producción de conocimiento científico. Es la fe la que precede a la ciencia, y no la ciencia a la fe. Por un lado, el conocimiento científico parte ya de postulados que se aceptan como dogma de fe, y por otro, hay concepciones culturales, religiosas, etc. (el paradigma), que constituyen predisposiciones y mediaciones en el conocimiento científico. En otras palabras, no es la ciencia la que se da luz a sí misma, sino la fe la que da luz a la ciencia. En este sentido también avanzaron Popper con anterioridad, y posteriormente Feyerabend. 

Dicho ya que la fe no reina en la oscuridad, sino que más bien da luz a todo cuanto hacemos en la vida, incluido el conocimiento científico, detengámonos en la racionalidad de la fe. Volviendo con la apuesta de Pascal, su ámbito es el de la fe y aquello por lo que apostamos es, por decirlo así, el dogma de fe. Pero, ¿es nuestra elección puramente irracional? Normalmente, cuando nos hallamos ante una apuesta, no elegimos de manera inmediata e irreflexiva, sino que tomamos todos los elementos que dan fuerza a una u otra opción y sopesamos, quedándonos con la más razonable. No es una racionalidad empírica, sino razonable, valga la redundancia. Pascal, en fin, se pregunta: ¿es razonable que Dios exista? No, es absurdo. ¿Es razonable que Dios no exista? No, eso sería igualmente absurdo. Y entonces piensa cuál es la respuesta más feliz ante la pregunta por la existencia de Dios, y, haciendo suya la sentencia "Credo quia absurdum" (Creo porque es absurdo) de Tertuliano, apuesta por la existencia de Dios. Y no de un Dios cualquiera, sino del Dios de Abraham, Isaac y Jacob, bien distinto del Uno neoplatónico o del Dios de los científicos.

En este sopesar las opciones ante las cuales nos enfrentamos en la apuesta, tenemos que ser prudentes y que tener, como se dice vulgarmente, la cabeza bien amueblada. No caer en razonamientos falaces. Por ejemplo, la falacia del consuelo, tal vez de origen freudiano y tan extendida en los últimos tiempos: "si Dios es consuelo, entonces no existe". Esto, desde luego, no sería prueba de nada, porque también podemos decir que "si Dios es consuelo, entonces existe". Y esta segunda deducción, sin ser prueba concluyente de nada, es en cambio más razonable. Si aceptamos el primer argumento, entonces estamos partiendo de que la naturaleza humana está escindida de la realidad, está desencajada con el mundo, tiende a lo falso en vez de a lo verdadero, tiene necesidad de lo que no es. Es decir, la realidad es irracional. La naturaleza humana no está adecuada a la verdad, y la verdad no está adecuada a la naturaleza humana. Sólo somos felices si nos engañamos. Ante esta filosofía de la sospecha, de la cual hoy casi no sospechamos y que se ha convertido en una creencia admitida irreflexivamente, está la filosofía de que la naturaleza humana, existiendo en la realidad, no es inadecuada a ella. Somos felices cuando nos adecuamos a nuestra naturaleza y ésta está adecuada a la realidad, a la verdad. Por eso, como hacía Pascal, lo más razonable es apostar por la adecuación entre naturaleza humana y realidad, por la opción más feliz para nuestra existencia: que el mundo fue creado con una voluntad y, por tanto, tiene sentido, y que nuestra propia existencia en particular tiene un sentido por la acción de la misma voluntad creadora.

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