¿Son necesarios los acontecimientos
excepcionales sobrenaturales para poder tener fe? ¿Dependemos de los milagros?
¿Sólo podemos tener fe si somos testigos presenciales de fenómenos
sobrenaturales evidentes? Éstas son las preguntas que Dostoievski se plantea en
la leyenda de El
Gran Inquisidor, que revive las tentaciones del diablo a Jesús en el
desierto. Lo que está en juego es la libertad del hombre. El hombre, explica
Dostoievski en su leyenda, no necesita que Jesús descienda de la cruz ni que se
revista de la gloria terrena de un rey para creer. Ésa no es la voluntad de
Jesús, que no baja de la cruz cuando está escarnecido y sediento en ella, que
no se lanza desde lo alto del templo cuando el diablo le tentó a hacerlo porque
el hijo del hombre sería cogido y llevado en volandas por los ángeles. Jesús no
se vale de la pompa y la majestuosidad al entrar en Jerusalén, sino de un burro
y un pobre atuendo, para que el que crea no lo haga maravillado por la gloria terrena
que ciega la celestial. Según Dostoievski, el hombre que así cree estaría
subyugando su fe al advenimiento externo de fenómenos excepcionales. No cree
por sí mismo, sino porque ante milagros tales no le queda más que aceptar la
fe. Tú no bajaste de la cruz cuando te
gritaron: ‘¡Baja de la cruz y creeremos que eres tú!’ Tú no descendiste,
tampoco, porque también entonces rehusaste subyugar al hombre por el milagro y
estabas ansioso de fe libre; no por el milagro ansiabas libre amor, y no por el
fervor servil, involuntario, obtenido mediante la fuerza, de una vez para
siempre. Y a este punto, quien hace subyugar la fe al milagro, ¿acaso tiene
voluntad de fe? ¿Acaso el acontecimiento milagroso no será para él una mala
noticia?
En la actualidad es fácil escuchar argumentos
del Dios que juega al escondite: ‘Si Dios existe, que me dé una prueba, y si no
me la da, será que no existe’, o también ‘Si Dios existe, pues que venga aquí y
se presente ante mí y así me lo demuestre’. No obstante, ¿cuántos de nosotros
hemos visto el ADN? Yo, por lo menos, nunca lo he visto. Ante tal circunstancia
podemos argüir del mismo modo: ‘Si el ADN existe, entonces quiero verlo, y si
no lo veo, entonces no creo que exista’. Probablemente el que niega la
existencia de Dios porque no se muestra, nunca duda de la existencia del ADN. Su
postura sería la siguiente: ‘no veo a Dios, luego no creo en Él; no veo el ADN,
pero creo en su existencia’. Y la razón de creer en el ADN es que muchos
científicos son testigos. Pero, ¿acaso los apóstoles no son testigos de la
existencia de Dios? Si pasamos por alto el argumento intelectualista (¡que ya
esgrimían los judíos en su época!) de que sólo los letrados pueden ser testigos
fiables, lo cual es una idea ciertamente irracional, sólo nos queda preguntarnos
el por qué de esa posición, cuando a todas luces es contradictoria.
¿Por qué no creer en Dios y sí en el
ADN, cuando las evidencias en este sentido son las mismas? Habrá que examinar
las consecuencias de creer en una cosa y en otra. Aceptar la existencia del ADN
no implica nada en mi actitud en un principio (salvo la posibilidad de la
determinación fatalista de la genética, al modo de Dawkins). Sin embargo,
aceptar la existencia de Dios conlleva un cambio de actitud evidente, un
compromiso que no es fácil asumir: la autodeterminación, la libertad. Hay
personas que prefieren asumir una vida sin sentido antes que una vida con
sentido que conlleve la carga de una libertad entendida como compromiso, y
esgrime el argumento del Dios que juega al escondite como excusa para no
abrazar esa cruz. Muchas veces, incluso de manera inconsciente, lo que subyace
al rechazo de la existencia de Dios es el miedo a la responsabilidad. Qué
lástima que la dicha sólo venga de la mano del ser sí mismo. Si para ser
felices tenemos que ser libres, ¡qué precio tan caro el de la felicidad!
Siguiendo con la cuestión de los
milagros, ¿quién vería el milagro si éste sucede? Quien hace suya la excusa del
Dios que juega al escondite es también capaz de buscar modos de explicación de
los milagros que no impliquen la existencia de Dios. De modo que aquél que dice
‘Si Dios existe, que me dé una prueba’, difícilmente vería una prueba de Dios,
porque lo interpretaría de una manera atea. ¿Son los milagros los que anteceden
a la fe o la fe la que antecede a los milagros? En otras palabras, ¿se tiene fe
por los milagros o se ven milagros porque se tiene fe? Esta cuestión está
planteada en Los hermanos Karamázov
de Dostoievski: Piotr Alexándrovich Miúsov no ve milagros porque no tiene fe,
mientras que Alexiéi Fiódorovich Karamázov, protagonista de la historia, ve
milagros porque tiene fe. Examinando los casos unidos a sus consecuencias, vemos
que si los milagros anteceden a la fe, entonces la fe estaría subyugada a
pruebas y no sería más que la aceptación de una autoridad impuesta, mientras
que si la fe antecede a los milagros, la fe sería una libre respuesta de amor.
Esto no hace sino confirmar la teoría de las tres verdades. La verdad
sensible es aquella que viene definida como “ver para creer”, y se refiere al
conocimiento de la realidad en el encuentro fáctico con la inmediatez empírica.
La verdad intelectual es entendida como ‘entender para creer’, y va un poco más
allá que la anterior, porque hacen falta conceptos inteligibles previos a la
comprensión de una realidad. Y, finalmente, la verdad espiritual, que es
definida como ‘creer para ver’, conformándose así el círculo de la verdad en el
que la primacía es espiritual. Esta concepción de la verdad implica que la fe
antecede a la visión y concepción de la realidad y los fenómenos, incluidos,
por supuesto, los milagros.