domingo, 23 de marzo de 2014

La libertad y los milagros

¿Son necesarios los acontecimientos excepcionales sobrenaturales para poder tener fe? ¿Dependemos de los milagros? ¿Sólo podemos tener fe si somos testigos presenciales de fenómenos sobrenaturales evidentes? Éstas son las preguntas que Dostoievski se plantea en la leyenda de El Gran Inquisidor, que revive las tentaciones del diablo a Jesús en el desierto. Lo que está en juego es la libertad del hombre. El hombre, explica Dostoievski en su leyenda, no necesita que Jesús descienda de la cruz ni que se revista de la gloria terrena de un rey para creer. Ésa no es la voluntad de Jesús, que no baja de la cruz cuando está escarnecido y sediento en ella, que no se lanza desde lo alto del templo cuando el diablo le tentó a hacerlo porque el hijo del hombre sería cogido y llevado en volandas por los ángeles. Jesús no se vale de la pompa y la majestuosidad al entrar en Jerusalén, sino de un burro y un pobre atuendo, para que el que crea no lo haga maravillado por la gloria terrena que ciega la celestial. Según Dostoievski, el hombre que así cree estaría subyugando su fe al advenimiento externo de fenómenos excepcionales. No cree por sí mismo, sino porque ante milagros tales no le queda más que aceptar la fe. Tú no bajaste de la cruz cuando te gritaron: ‘¡Baja de la cruz y creeremos que eres tú!’ Tú no descendiste, tampoco, porque también entonces rehusaste subyugar al hombre por el milagro y estabas ansioso de fe libre; no por el milagro ansiabas libre amor, y no por el fervor servil, involuntario, obtenido mediante la fuerza, de una vez para siempre. Y a este punto, quien hace subyugar la fe al milagro, ¿acaso tiene voluntad de fe? ¿Acaso el acontecimiento milagroso no será para él una mala noticia?

En la actualidad es fácil escuchar argumentos del Dios que juega al escondite: ‘Si Dios existe, que me dé una prueba, y si no me la da, será que no existe’, o también ‘Si Dios existe, pues que venga aquí y se presente ante mí y así me lo demuestre’. No obstante, ¿cuántos de nosotros hemos visto el ADN? Yo, por lo menos, nunca lo he visto. Ante tal circunstancia podemos argüir del mismo modo: ‘Si el ADN existe, entonces quiero verlo, y si no lo veo, entonces no creo que exista’. Probablemente el que niega la existencia de Dios porque no se muestra, nunca duda de la existencia del ADN. Su postura sería la siguiente: ‘no veo a Dios, luego no creo en Él; no veo el ADN, pero creo en su existencia’. Y la razón de creer en el ADN es que muchos científicos son testigos. Pero, ¿acaso los apóstoles no son testigos de la existencia de Dios? Si pasamos por alto el argumento intelectualista (¡que ya esgrimían los judíos en su época!) de que sólo los letrados pueden ser testigos fiables, lo cual es una idea ciertamente irracional, sólo nos queda preguntarnos el por qué de esa posición, cuando a todas luces es contradictoria. 

¿Por qué no creer en Dios y sí en el ADN, cuando las evidencias en este sentido son las mismas? Habrá que examinar las consecuencias de creer en una cosa y en otra. Aceptar la existencia del ADN no implica nada en mi actitud en un principio (salvo la posibilidad de la determinación fatalista de la genética, al modo de Dawkins). Sin embargo, aceptar la existencia de Dios conlleva un cambio de actitud evidente, un compromiso que no es fácil asumir: la autodeterminación, la libertad. Hay personas que prefieren asumir una vida sin sentido antes que una vida con sentido que conlleve la carga de una libertad entendida como compromiso, y esgrime el argumento del Dios que juega al escondite como excusa para no abrazar esa cruz. Muchas veces, incluso de manera inconsciente, lo que subyace al rechazo de la existencia de Dios es el miedo a la responsabilidad. Qué lástima que la dicha sólo venga de la mano del ser sí mismo. Si para ser felices tenemos que ser libres, ¡qué precio tan caro el de la felicidad!

Siguiendo con la cuestión de los milagros, ¿quién vería el milagro si éste sucede? Quien hace suya la excusa del Dios que juega al escondite es también capaz de buscar modos de explicación de los milagros que no impliquen la existencia de Dios. De modo que aquél que dice ‘Si Dios existe, que me dé una prueba’, difícilmente vería una prueba de Dios, porque lo interpretaría de una manera atea. ¿Son los milagros los que anteceden a la fe o la fe la que antecede a los milagros? En otras palabras, ¿se tiene fe por los milagros o se ven milagros porque se tiene fe? Esta cuestión está planteada en Los hermanos Karamázov de Dostoievski: Piotr Alexándrovich Miúsov no ve milagros porque no tiene fe, mientras que Alexiéi Fiódorovich Karamázov, protagonista de la historia, ve milagros porque tiene fe. Examinando los casos unidos a sus consecuencias, vemos que si los milagros anteceden a la fe, entonces la fe estaría subyugada a pruebas y no sería más que la aceptación de una autoridad impuesta, mientras que si la fe antecede a los milagros, la fe sería una libre respuesta de amor.

Esto no hace sino confirmar la teoría de las tres verdades. La verdad sensible es aquella que viene definida como “ver para creer”, y se refiere al conocimiento de la realidad en el encuentro fáctico con la inmediatez empírica. La verdad intelectual es entendida como ‘entender para creer’, y va un poco más allá que la anterior, porque hacen falta conceptos inteligibles previos a la comprensión de una realidad. Y, finalmente, la verdad espiritual, que es definida como ‘creer para ver’, conformándose así el círculo de la verdad en el que la primacía es espiritual. Esta concepción de la verdad implica que la fe antecede a la visión y concepción de la realidad y los fenómenos, incluidos, por supuesto, los milagros.

domingo, 2 de marzo de 2014

El Gran Inquisidor



Si en La rebeldía de Iván Karamázov reflexionamos sobre lo dicho por Dostoievski en el capítulo “Rebeldía” de Los hermanos Karamázov, hoy haremos lo propio con uno de los pasajes más conocidos de la historia de la literatura: “La leyenda del Gran Inquisidor". Esta leyenda plantea la posibilidad de la identificación de la libertad con lo puramente material y social a través de la figura de un inquisidor de Sevilla que tienta a Jesús, que ha vuelto a encarnarse en pleno siglo XVI. Una madre le pide la resurrección de su hija, que acababa de morir, y Jesús le realiza el milagro. El inquisidor ordena su detención y ya en la celda acude a hablar con él. Jesús vino a hacer libres a los hombres, pero el inquisidor entiende que éstos no pueden serlo, porque les resulta doloroso: Tu quieres irle al mundo, y le vas, con las manos desnudas, con una ofrenda de libertad que ellos, en su simpleza y cortedad de luces, ni imaginar pueden, que les infunde horror y espanto. El precio de la libertad es demasiado claro, y apuesta por un control político absoluto en la vida de los hombres. El estado asume así la libertad humana y hace de los ciudadanos un rebaño de ovejas completamente dependientes. Recordando las palabras que el diablo en el desierto profirió, el inquisidor vuelve a tentar a Jesús y a reprocharle que no hubiera cedido: ¿Para qué morir por una libertad que los hombres no quieren?

La primera tentación intenta conciliar el bienestar material con la libertad. El gran inquisidor observa con compasión a los hombres y, puesto que la libertad es tan difícil y tan dolorosa para unas criaturas tan débiles, opta por un sistema de cosas en el que se provea de todas las comodidades materiales a los ciudadanos. Podríamos decir que se trata de una sociedad consumista como la actual, en la que el consumo obedece a la realización de los impulsos inmediatos y que, según el inquisidor, produce en los ciudadanos la felicidad. Se trata de mantener a los hombres entretenidos en un ambiente placentero, para que no se tengan que enfrentar con su propia libertad. Los hombres no se preocuparán de ser libres si tienen qué comer y cómo satisfacer sus necesidades materiales. Es la libertad entendida desde el más burdo materialismo. La segunda tentación consiste en hacer depender la fe de los hombres de pruebas, de milagros. Esta fe está carente de libertad y, por tanto, no considera al hombre capaz de creer por sí mismo. El inquisidor recrimina a Jesús que hubiera rechazado esta tentación: Cuando el terrible y sapientísimo espíritu te elevó a lo alto del templo y te dijo: ‘Si quieres saber si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque se ha dicho de Aquél que los ángeles lo cogerán y lo sostendrán y no caerá en tierra ni se destrozará, y demostrarás así cuánta es tu fe en tu Padre. (…) Tú no bajaste de la cruz cuando te gritaron: ‘¡Baja de la cruz y creeremos que eres tú!’ Tú no descendiste, tampoco, porque también entonces rehusaste subyugar al hombre por el milagro y estabas ansioso de fe libre. Se trata de un razonamiento que está muy extendido: si existes, dame una señal, y si no das señal, es que no existes. Este razonamiento tiene poca confianza en la capacidad del hombre de creer sin la existencia de pruebas extraordinarias. La tercera tentación alude al poder político: el inquisidor reprocha a Jesús que no haya resuelto asumir el trono del reino terrestre y gobernar con la ley a los hombres no como personas, sino como individuos de una sociedad, de tal manera que los hombres no hagan el bien por propia convicción sino por obediencia a la ley o por miedo al castigo. En resumen, las tres tentaciones son los placeres materiales, la necesidad de milagros y el poder político. 

            En La rebeldía de Iván Karamázov expusimos dos modelos de redención: el reino de Dios en la tierra, que sólo vivirán unas generaciones futuras y las anteriores quedan fuera, y el reino de Dios al final de los tiempos, que rescata consigo a todas las generaciones que han sufrido a lo largo de la historia y les da la felicidad eterna. El capítulo del Gran Inquisidor añade un nuevo estado de cosas: la armonía en la tierra aquí y ahora, el paraíso de los placeres y las satisfacciones inmediatas de las necesidades materiales. Berdiáev, filósofo del siglo XX al que hemos aludido en más de una ocasión, medita estas palabras de Dostoievski, su ‘maestro espiritual’, y concluye que hay tres soluciones al problema del mal y del triunfo definitivo del bien: “1º, la armonía, el Paraíso, la vida en el seno del bien proporcionados sin libertad, sin tragedia universal, sin sufrimiento ni esfuerzo creador (la opción que presentará el Gran Inquisidor); 2º la armonía, el Paraíso, la vida en el seno del bien, producidas en el futuro dentro de la historia terrestre, comprados al precio de sufrimientos sin nombre y de las lágrimas de todas las generaciones humanas muertas en el intento, y que sólo servirá para las generaciones futuras (postura defendida por los marxistas y rechazada por Iván Karamázov); 3º, la armonía, el Paraíso, la vida en el seno del bien, a los que llega el hombre a través de la libertad y el sufrimiento, dentro de un plan que incluye también a los seres que ya han sufrido, es decir, en el Reino de Dios.”