domingo, 22 de junio de 2014

La libertad y la educación de la mujer




A lo largo de la historia del pensamiento se ha caracterizado al sexo femenino como sexo débil, segundo sexo. No vamos a entrar en la fácil descalificación del que, precipitándose al abismo del presentismo, censura los textos de muchos siglos atrás como machistas, opresores y demás calumnias, contando él mismo con toda la base cultural de la actualidad. Lo cierto es que generalmente la mujer ha quedado en la teoría un escalón por debajo del hombre, y no sólo en occidente, sino también en culturas orientales como la india y la china. En Occidente, la razón que han dado los filósofos de este déficit femenino es que la mujer presenta una mayor sensibilidad, lo cual la lleva a ser más afectiva, a tener un mayor apego a las cosas sensibles y, por tanto, a no trascender la mera inmediatez empírica. Sienten más y piensan menos; su racionalidad está aletargada e impedida bajo el peso de las pasiones. La racionalidad se pone de manifiesto en la práctica a través de la decisión: el hombre es libre en primer lugar porque posee la posibilidad de decidir, y en segundo lugar, y sobre todo, porque decide. El acto mismo de la decisión es racional y, por tanto, libre. Tradicionalmente la racionalidad y la libertad han sido caras de una misma moneda, y esto tiene sentido porque lo que se hace racionalmente se hace con conocimiento de causa, y lo que se hace con conocimiento de causa es libre. Además, aquellos actos que la persona realiza racionalmente, es decir conscientemente, al ser un conocimiento de causa, también es un conocimiento de consecuencia. Al conocer la causa, conoce la consecuencia, y al conocer la consecuencia, el acto implica responsabilidad. Recapitulando: el ser libre es dominio de sí, primacía de la racionalidad sobre el influjo de las pasiones en el momento de la decisión, y esto sólo tiene lugar si se conoce la raíz de esa decisión y se lleva a cabo con prudencia, sabiendo las implicaciones del acto, es decir, siendo responsable. 
Éste es el modelo de racionalidad práctica ilustrada que la autora inglesa del siglo XVIII, Mary Astell, tiene siempre presente. Es el modelo del racionalismo continental, pues ella, a pesar de ser inglesa y primar el empirismo en la filosofía británica, se hace eco del racionalismo cartesiano francés. Y en este caso también kantiano. Astell acentúa la importancia del conocimiento en el camino hacia la libertad personal: la educación es la base de la emancipación de las mujeres. 
Pero detengámonos en este conocimiento, cuya puesta en práctica es, según decía Aristóteles, el arte de la prudencia (φρόνησις). Este conocimiento digno de ser puesto en práctica en las situaciones vitales no tiene nada que ver con el conocimiento científico, que permanece siempre el mismo, sino con saber qué es conveniente hacer en cada situación vital. Es un conocimiento que tiene que ver con el discernimiento. A este punto, San Máximo distinguía entre ἐφ’ἥμιν y οὐκ ἐφ’ἥμιη, lo que se puede controlar y lo que no se puede controlar, que determina lo que es asunto mío y lo que no. Por tanto, una persona prudente es la que actúa libremente y a sabiendas, conoce lo que está en sus manos y lo que no, pone sus energías en los asuntos que le atañen y deja a la Providencia los que no. Ha habido cierta tendencia a interpretar este conocimiento, tal como de él hablan algunos ilustrados como Astell y el alemán Fichte, como conocimiento científico, pero si se lee seriamente sus obras se da uno cuenta de que se refieren a un saber distinto, a un saber práctico, más parecido a la prudencia. Es aquello en lo que dice Astell que las mujeres deben ser educadas y a lo que Fichte dice que están destinados a desarrollar los sabios. 
Sin embargo, hoy el concepto de libertad es entendido de otra manera, más como satisfacción de impulsos que no tienen origen en la conciencia sino en la inconsciencia, que como dominio de sí. Al tener su origen en la inconsciencia, en el no saber, la libertad estriba en la aceptación de ese impulso que es mejor no dominar. Dicho de otro modo, libertad se ha convertido en irresponsabilidad: hago lo que en mí está naturalmente determinado, no tengo culpa. Aún así, aunque esta acepción de la libertad se esté extendiendo, en el lenguaje popular se mantienen expresiones como “déjalo, no sabe lo que hace” cuando alguien comete algo indebido. Para Mary Astell, por ejemplo, no saber lo que se hace equivaldría a no ser libre, sino esclavo de fuerzas inconscientes. Aún se sigue alegando en los tribunales la alienación en el consumo de alcohol o de algún tipo de drogas por parte del acusado en el momento de la comisión del delito, con el fin de atenuar la pena porque “el pobre no sabía lo que hacía”. Es decir, no era libre en el momento de la acción porque no tenía conocimiento de lo que hacía y, por tanto, no es del todo responsable. Sólo hay responsabilidad cuando hay acción libre, y sólo hay acción libre cuando se hace con conocimiento de causa. 
La reivindicación de la libertad de la mujer comienza por el reconocimiento de la racionalidad y la necesidad de una educación en la prudencia. Partiendo de estas premisas, la escritora feminista Mary Astell jamás podría aceptar la bondad del aborto reglado. Dejando aparcada la cuestión de la vida del feto y centrándonos en el punto de vista de la libertad de la mujer, Astell vería en el aborto la afirmación de la alienación y la perpetua minoría de edad de la mujer. Por supuesto, defendería que la mujer decidiese libremente sobre su integridad física, pero esa decisión correspondería al momento de la concepción, no de la interrupción del embarazo. Aceptar la libre interrupción del embarazo equivaldría a aceptar que la mujer no sabe lo que hace, no es capaz de mantener a raya los instintos, la libido sexual, y, por tanto, es un ser alienado, esclavo, demasiado sensible, apegado a las cosas terrenales, incapaz de trascender la inmediatez de los sentidos con base en el conocimiento de consecuencia. Es decir, sería admitir que esa pretendida imagen de la mujer como segundo sexo que nos han legado los antiguos es verdadera. Sabiendo las consecuencias que tienen sus actos, hacerse irresponsable de ellos implica necesariamente admitir que en el momento de su comisión no era libre, que no sabía lo que hacía, no era capaz de actuar en consecuencia. Por eso la defensa del desarrollo íntegro de la mujer no consiste en santificar sus errores, sino en prevenirlos a través de la educación, reconociendo la capacidad de razón y la libertad que hacen de la mujer un ser que, junto al hombre, ocupa un lugar privilegiado en el mundo. Como diría san Máximo, es el crisol de la creación.