domingo, 7 de septiembre de 2014

Dios, el individuo y el colectivo





Jenófanes nos legó una famosa cita: “Los hombres imaginan a los dioses engendrados como ellos y revestidos de las mismas formas. Si los toros y los leones supieran pintar, pintarían a los dioses como toros y leones.” Es una lástima que ni los toros ni los leones pinten a sus dioses. Lo importante de esta afirmación de Jenófanes es, a mi juicio, la semejanza entre la concepción que los hombres tienen de sí mismos y la concepción que tienen de Dios. Jenófanes entiende que los hombres imaginan a los dioses con forma humana, y no le faltaba razón si pensamos el contexto griego pagano en que lo decía. Sin embargo, la diferencia respecto a la concepción judeocristiana es clave: los hombres no imaginan a Dios con forma humana (antropomorfismo de Dios), sino que conciben al hombre como semejante a Dios (el hombre es deiforme). La cuestión que se suscita es: ¿es Dios el que se parece al hombre o el hombre el que se parece a Dios? Aparte de esto, lo que me interesa en esta entrada es que la concepción que tienen los hombres de los dioses tiene implicaciones para la concepción que tienen de sí mismos. Hay, por tanto, una correspondencia entre teología y antropología. Que sea una o la otra la original y la copia es una interesante reflexión que dejo para otro momento. 

Si Dios es uno y sólo uno, si es la absoluta unidad sin distinción en su seno, entonces su característica principal es el aislamiento. Si decimos que Dios es amor, entonces caben dos posibilidades: 1) Dios es amor desde la eternidad; y 2) Dios es amor desde la creación. Ricardo de san Víctor sostenía que para que haya amor es necesario que haya una alteridad, es decir, que exista un ‘otro’ a quien amar. El amor implica una suerte de pluralidad. En este sentido, si Dios es uno y sólo uno, entonces el amor sólo es posible a partir de la creación, pues es cuando Dios crea algo diferente de sí mismo y, por tanto, susceptible de ser amado. Sin embargo, si aceptamos estas premisas, entonces debemos también aceptar que el amor no es esencial en Dios, sino más bien temporal, o sea, accidental. Dios no siempre ha sido amor, sino tan sólo a partir de la creación. Por otro lado, si Dios es esencialmente amor, entonces debemos admitir la primera posibilidad, que Dios es amor desde la eternidad. Si aceptamos que Dios es absolutamente uno y sólo uno y que el amor es en Dios esencial y eterno, entonces la pregunta que nos asalta es: ¿hacia dónde tiende el amor de Dios antes de la creación? Si hay uno y solo uno y hay amor en esa unidad, entonces el amor esencial que sale desde el uno se derrama sobre el mismo uno. En otras palabras, Dios se ama a sí mismo. El Dios que es uno y sólo uno y que es amor, es un Dios aislado y amante de sí mismo. Las características principales de este Dios son el aislamiento y la filautía (o egoísmo). ¿Qué tipo de sociedad nos cabe esperar si hacemos al hombre semejante a este Dios? Una sociedad en la que los hombres están aislados unos de otros y en la que el amor recae en los individuos mismos. Es el mundo individualista moderno, de individuos aislados que se aman a sí mismos, que constituyen de por sí una unidad autosuficiente, que no necesitan de los demás, que no son comunitarios por naturaleza. 

Otro modo de entender la divinidad es la del colectivo de dioses que podemos encontrar, por ejemplo, en el paganismo griego. Los griegos creían en muchos dioses, como señalaba Jenófanes, que tomados en conjunto forman una unidad, un colectivo que tiene su correspondencia en el cosmos. Si hacemos a los hombres semejantes a estos dioses, entonces parece que llegamos a una visión antropológica opuesta a la anterior: los hombres no son individuos aislados unos de otros, sino que se enmarcan en una comunidad. Sin embargo, a pesar de lo que decía Jenófanes acerca del la forma humana de los dioses, los griegos no concebían a los dioses como entidades personales, sino como ‘potencias’ (Vernant) funcionales al conjunto que conforma la divinidad. El hombre, por tanto, sólo existe en el colectivo, en la polis, y fuera de la polis deja de ser hombre. La polis está por encima de los hombres tomados cada uno en sí mismos, pues éstos son esencialmente funcionales al conjunto. La concepción griega de lo divino se corresponde en la sociedad, la hace semejante a ella, convirtiéndola en un todo en la que los hombres son partes funcionales y no personales, sino potenciales. Por decirlo en términos modernos: no es una sociedad de sujetos, sino de objetos funcionales al sistema. Un ejemplo es un tipo de ideología, que hoy está en boga, que universaliza (despersonaliza) el amor, que entiende que los hijos son hijos de todos y todos están ‘casados’ con todos. La relación amorosa, tanto la de pareja como la de padres e hijos, está entonces despersonalizada, y el amor queda dispersado y se hace abstracto, se dirige a todo el mundo en general y a nadie en particular. Es un amor ‘panteístico’, de escaso vigor, que termina convirtiéndose en amor centrado en el sí mismo. La filautía y, por tanto, un nuevo tipo de individualismo, se oculta detrás de este colectivismo. No es de extrañar, por ejemplo, que los dioses griegos fueran pasionales y viciosos, lo cual, según Jenófanes, era absurdo. Tal era la concepción que los griegos tenían de los dioses, que no podían entender que Dios pudiera amar a los hombres. 

Individualismo feroz y colectivismo terminan concibiendo una sociedad compuesta por individuos aislados, cuyos lazos de unión ya no están personalizados, no tienen su origen en el amor sino en la voluntad de placer de la razón instrumental. Ambas concepciones de la sociedad tienen a la filautía (el amor de sí mismo) como motor de su desarrollo, en lugar de la apertura al otro. Ambas, en fin, instrumentalizan a los hombres y los conciben como individuos, y no como personas, y constituyen una sociedad que margina a la persona, una sociedad cuyos lazos son de interés individual y en la que no hay sitio para el amor.