“Aquellos que no
conocen el sufrimiento, o que sólo de modo superficial se ponen en la situación
del ser sufriente, tampoco pueden vivir en la realidad, sino sólo en un mundo
ficticio.” (Lauth, R., p. 378). Lauth reflexiona con Dostoievski acerca del
sentido del sufrimiento, tema sobre el que hemos reflexionado también en El sentido en el sufrimiento. En la reflexión de Lauth-Dostoievski se pone de
manifiesto la importancia de las lágrimas para el conocimiento verdadero de la
realidad. Éstas lavan y purifican la mirada, hacen caer las escamas de los ojos
para que ya no vean la realidad según los ojos del mundo, sino mediante la luz
de la fe. Esta luz hace que veamos la realidad transfigurada, tal como Jesús se
apareció a sus apóstoles más cercanos en el Monte Tabor. De ahí también que el
Papa Francisco haya pronunciado unas palabras muy sabias acerca del
sufrimiento: “En ocasiones, los anteojos para ver a Jesús son las lágrimas.” No
obstante, lo que hoy clama mi atención sobre la reflexión de Lauth-Dostoievski
es lo que refleja el pasaje arriba citado, es decir, las diferentes posturas
frente al sufrimiento. O dicho con más precisión: la distinción entre la
vivencia profunda de un hondo sufrimiento y la vivencia ficticia de tal
sufrimiento por medio de la compasión.
En el último siglo
tenemos muchos ejemplos de sufrimientos extremos: grandes guerras, genocidios,
bombas atómicas… Muchos son los ejemplos. Muchos lo vivieron y murieron, pero
muchos también lo vivieron y sobrevivieron. Y hay otros muchos que sólo fueron
sus contemporáneos, que lo presenciaron desde fuera y se sintieron horrorizados
ante tanta barbarie. Lo interesante aquí es que, si nos detenemos en la
observación de ambos, las respuestas ante tanto sufrimiento son distintas en
función de haberlo sufrido en sí mismo o de haberlo presenciado desde fuera. Pensemos
primero en aquellos a los que se refiere la cita que encabeza la entrada, los
“compasivos”, los que, debido a su delicada inquietud, no vivieron estas
tragedias por pasión, sino por compasión. Los hay que pensaron sobre el sentido
del sufrimiento y esbozaron teorías propias. Adorno, Camus y Sartre son
ejemplos de ello, además de una inmensa cantidad de pensadores postmodernos. Lo
principal de sus teorías es un pesimismo respecto al sentido de tal
sufrimiento. Según muchos autores que no estuvieron en un campo de
concentración nazi pero que lo observaron con horror, el sufrimiento infligido
sobre la población aniquilada no tenía sentido, no debía tener sentido. El sufrimiento no tiene sentido, y con ello
también podemos llegar a la conclusión de que toda la existencia carece
realmente de sentido. Ante la imposibilidad de reconocer un sentido en una
barbarie de tal calibre, los pensadores del último siglo terminan negando el
sentido de la existencia.
Pero, si bien los que
han observado el horror desde fuera no han podido dar crédito a tanto
sufrimiento y han negado su sentido, muchos los que vivieron en sus carnes
estas atrocidades sorprenden al afirmar el sentido de sus sufrimientos. Frankl estuvo
tres años en el campo de exterminio de Auschwitz, dependiendo su vida de
continuas selecciones y perdiéndolo todo: su familia, sus trabajos, su
dignidad. Fiel a su disciplina de psiquiatra, Frankl se dedicó a observar la
conducta de sus compañeros en el campo de exterminio y comprendió que había
varias fases de adaptación al nuevo medio. Vio que al principio había un
sufrimiento que poco a poco se convertía en apatía, una amarga sensación de que
nada de lo que le rodea tiene sentido, y por tanto concibe la existencia como
algo absurdo. No obstante, poco a poco volvieron a interesarse por la estética
–un atardecer bello en el campo de exterminio-, la religión –realizaban
reuniones religiosas de manera clandestina- y la política. Así, aunque no
tenían satisfechas las necesidades “primarias” –una sopa fría al día y ropa
insuficiente para mantener el calor corporal-, lo cierto es que dieron rienda
suelta a sus espíritus. Si en estas reuniones de carácter religioso había
lamentaciones como las de Job o Jeremías, lo cierto es que seguían manteniendo
la fe en el sentido de la vida. Frankl, tras resistir y superar los tres años
en Auschwitz, se convirtió en uno de los filósofos más destacados a la hora de
afirmar el sentido último de la existencia. Edith Stein murió en las cámaras de
gas de dicho campo de exterminio, pero durante esta agonía no cesó de infundir
en sus prójimos la alegría de la esperanza. Igual Kolbe, que dio su vida por un
prójimo en las cámaras de gas, mostrando así que, incluso en una situación tan
aparentemente absurda, toda vida humana tiene sentido. Paradójico es también el
caso de Takashi Nagai, un médico japonés que, poco después de habérsele
diagnosticado leucemia, presenció la muerte de su mujer Midori y sus hijos en
Nagasaki debido a la bomba nuclear lanzada por EE.UU. En el funeral por las víctimas
de la bomba nuclear, Nagai pronunció este discurso: “Es evidente que existe una
profunda relación entre la destrucción de esta ciudad cristiana y el fin de la
guerra. Nagasaki era sin duda la víctima elegida, el cordero sin mancha,
holocausto ofrecido sobre el altar del sacrificio, aniquilado por los pecados
de todas las naciones durante la Segunda Guerra Mundial... ¡Debemos agradecer
que Nagasaki haya sido elegida para ese holocausto! Debemos agradecerlo, porque
a través de ese sacrificio ha llegado la paz al mundo, así como la libertad
religiosa al Japón".
A los que no hemos vivido
las experiencias de Frankl, Stein, Kolbe y Nagai, sino que la hemos contemplado
horrorizados desde el exterior, este discurso de Nagai nos sorprende incluso
negativamente. Nagai encuentra el sentido en la destrucción de Nagasaki… ¿acaso
esta tragedia tiene justificación? Lo paradójico es que los que hemos vivido
estas desgracias desde el exterior no podemos dar crédito a lo sucedido, mientras
que las víctimas que han sobrevivido suelen alabar discursos como estos. El hombre
que sufre la desgracia no por pasión, sino por compasión, puede llegar a
entender que los que realmente la padecieron necesiten un cierto consuelo para
no tener que aceptar la dureza de la realidad absurda de su sufrimiento. Eso estaría
reflejado en el discurso de Nagai y en la defensa a ultranza que Frankl hace de
la existencia real de un sentido para la vida. Sin embargo, el que no padece,
sino que se compadece, no puede aceptar que lo ocurrido tenga un sentido. No puede
asumir el discurso de Nagai. O más bien, no debe hacerlo. ¿Cuál es el origen de
esta negativa? Los hombres que compadecen no han pasado por las fases de los que
padecen, según las expone Frankl, sino que se quedan en el primer estadio de
sensación de absurdo o en el segundo estadio de la apatía, y en consecuencia
niegan el sentido. Y toda afirmación les parecerá una justificación de una
destrucción injustificable. Pero lo que realmente les frena a la hora de
aceptar el discurso de Nagai es la culpa, la culpa por haber contemplado el
horror… y no haberlo padecido.
Lauht, R., "He visto la verdad". La filosofía de Dostoievski en una exposición sistemática, Thémata, Sevilla, 2014.
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