Hace unas semanas hubo
una imagen que recorrió todas las redes sociales y todos los telediarios. Hasta
quien no suele ver la televisión ni se maneja en la red ha tenido que ver esa
triste estampa: la de un pequeño sirio de tres años, llamado Aylan, ahogado en
la orilla de una playa turca. Según la dureza de nuestro corazón, sentiremos
más o menos empatía con los hombres y mujeres que desde África cruzan el
Mediterráneo para llegar a Europa, o los hombres y mujeres sirios que huyen del
horror de la guerra y encuentran, la mayoría de las veces, las puertas
cerradas. Nuestra compasión se enciende al ver fotografías y videos de la
realidad tan cruda que viven. Sin embargo, ninguna otra imagen ha tenido la
repercusión de la del pequeño Aylan, tumbado boca abajo con sus zapatitos en la
orilla. Y es que, cuando los que sufren son los niños, hay algo más que mera
compasión.
La pregunta que nos
viene a la mente es: ¿por qué tienen que sufrir los niños? Los mayores son
culpables de algo, o en alguna medida, aunque no los conozcamos. Nuestra compasión
nos lleva a querer ayudarlos o, si no podemos hacer nada desde nuestra lejana
posición, nos despierta en nosotros incluso la culpabilidad. Sin embargo, ¿qué
hay menos culpable que un niño de tres años? El sufrimiento y la muerte de un
niño tan pequeño es la mayor de las atrocidades. ¿Adónde es capaz de llegar la
maldad de los hombres para que sucedan estos escándalos? Cuando vemos que eso
pasa, sentimos que la existencia es absurda. No hay sentido, pues hasta los
niños de tres años mueren víctima de las atrocidades de los hombres.
Moltmann, un teólogo
luterano muy anciano, publicó en 2014 un artículo que pretendía dar respuesta a
una de las preguntas más importantes para un cristiano: “¿Qué significa para
Dios la pasión de Cristo?” Moltmann, preguntándose por el sufrimiento de Dios, comienza
hablando primero del sufrimiento de los hombres, de los horrores que le ha
tocado ver en su juventud por las malas artes del nacionalsocialismo. “¿Cómo
podemos hablar de Dios después de Auschwitz?”, se cuestiona, y aborda una de
las situaciones más absurdas y sufrientes de que ha tenido noticia: la
ejecución de un niño por ahorcamiento. No está de más exponer la descripción
que del hecho hace E. Wiesel: Tres
víctimas encadenadas, y una de ellas, el pequeño servidor, el ángel de los ojos
tristes. Todos los ojos estaban fijos en el niño. Él estaba lívido, casi calmo,
mordiéndose los labios. La horca arrojaba su sombra sobre él… Los tres cuellos
fueron colocados al mismo tiempo en los lazos corredizos. ‘Larga vida a la
libertad’ gritaron los adultos, pero el niño estaba silencioso. ‘¿Dónde está
Dios? ¿Dónde está él?’, preguntó alguien detrás de mí. A un signo del jefe del
campo, las tres sillas se cayeron. Los dos adultos no vivieron mucho tiempo. Pero
la tercera cuerda se movía todavía, siendo tan liviano, el niño estaba vivo
todavía… Detrás de mi oí al mismo hombre que preguntaba: ‘¿Dónde está Dios
ahora?’ Y yo oí una voz en mi interior que le respondía: ‘¿Dónde está Él? Ahí está:
Él está colgado aquí, en esa horca’. Esa noche la sopa tenía gusto a cadáveres.
Aparte de la crudeza de
la narración, podemos maravillarnos por la respuesta que da Wiesel: Dios está
con el niño colgado. Es más: Dios es
el niño colgado. Está con él, sufre con él, muere con él. Moltmann entiende que
sólo así tiene sentido creer en Dios después de Auschwitz, identificando a Dios
con los perseguidos y haciéndolo partícipe de sus sufrimientos. Pero lo que me
interesa de esta crónica es la mayor compasión que mueve el sufrimiento de un
niño, que era el centro de atención, a pesar de que a su lado morían dos
adultos que, con valentía, gritaron a favor de la libertad. Pero estas dos
injusticias fueron ensombrecidas por la injusticia más grande que se puede ver:
la ejecución de un niño. Y es con el niño con el que Wiesel identifica a Dios.
Dostoievski mostró en
su obra literaria una debilidad mucho mayor por los niños que por los adultos. Al
ruso le atormentaba el sufrimiento de los niños, a entender que éstos nunca
podían ser justos, porque los niños son inocentes. Podríamos decir: puedo entender
incluso que sufra Job –la figura bíblica-, pero nunca que sufra uno solo de
estos pequeños. ¿Cuál es el secreto que encierra el ser de los niños? ¿Por qué
nos mueve su sufrimiento a una compasión más ardiente que cualquier otro
sufrimiento? Veamos algunos pasajes en los que Dostoievski habla de los niños y
del absurdo de su sufrimiento. En primer lugar, no me puede sino venir a la
mente la figurita de Aylan cuando Aliosha, el protagonista de Los hermanos Karamázov, decía que amaba
sobre todo a los niños de tres años, pero también le gustaban mucho los de diez
y once años. Y es muy probable que Dostoievski pusiera en boca de Aliosha su mismo
sentir. El escritor ruso pone a los niños como ejemplos frente a los adultos, y
los describe con mucha ternura: “Se alegran cuando sale el sol, no sienten la
miseria, son como pajaritos, sus vocecitas suenan como las campanitas”. Y señala
R. Lauth sobre la importancia de los niños en la obra del ruso: “En ellos no
hay nada moral ni estéticamente repugnante. Incluso a los niños que en su
aspecto externo sean feos, suponiendo que los haya, y sucios, se les puede amar
enseguida. La causa de este fenómeno es que, en su alma, los niños son aún
inocentes. En ellos amamos la inocencia, la falta de pecado y la pureza. Sus corazones
están llenos de amor inocente. Por tanto, son hasta cierto punto imágenes
inconscientes de Cristo, de una manera más inmediata que los adultos, en los
que la semejanza está deformada.” Por tanto, la compasión que nos mueve por los
niños es tan fuerte no sólo por un sentimiento innato de protección biológica
de la especie, sino por una razón moral y metafísica: los niños son el reflejo
más fiel de Dios y de su Reino, y por eso entendemos en nuestro corazón que el dolor
de estos inocentes clama contra el cielo.