domingo, 29 de mayo de 2016

La identidad y los naufragios






Entre una multitud que pone sus aspiraciones en tener mucho dinero, un coche lujoso, un yate, una mujer o un hombre muy bello como parejas, unos hijos modélicos… y otra que ponen su identidad en ser abogado de renombre, ser heredero de algún condado con varios siglos de historia, ser un poeta que recibe el legado de sus predecesores para ser un eslabón imprescindible en la historia del arte poético… Entre una multitud así, repito, a veces nos encontramos personas algo errantes, que buscan un norte, que tienen una inquietud llamada a trascender las aspiraciones terrenales de la multitud circundante. Esto no quiere decir que formen parte de una élite elegida en medio de una masa gris que tan sólo forma parte del decorado, cosa que sería caer en una visión gnóstica, algo narcisista y pedante, que podemos extraer de películas como Matrix. Lo que significa es que, desafortunadamente, los que buscan algo más son muy pocos en comparación con los que enajenan su identidad en el tener y el ser

Estas personas andan, como digo, en busca de algo más, de algo que trascienda cuanto es caduco, de algo que quede anclado en la permanencia. Buscan no naufragar haciendo depender su identidad de cosas, situaciones o hechos que no garanticen la seguridad de estar ahí siempre. Quien aspira a tener mucho dinero y pone su identidad en sus riquezas, en el momento que cae en bancarrota y pierde cuanto tiene, cosa que entra dentro del abanico de posibilidades reales, entra en una crisis de identidad, precisamente porque ha perdido aquello de lo que la había hecho depender. El coche lujoso, asimismo, puede chocar, averiarse, romperse, perderse, igual que un yate. El hombre que pone su identidad, por ejemplo, en la posesión de una mujer bella y admirada en la sociedad, si finalmente fracasa esta relación, pierde su identidad, se siente avergonzado de sí mismo y es capaz de dirigirse a la negación de su propia vida. Los hijos modélicos… son modélicos mientras lo son, porque pueden caer en la delincuencia, en la droga o, sencillamente, no aspirar a lo que los padres previamente han diseñado para él. En cuanto al ser, el que pone su identidad en su profesión de abogado y su respetabilidad, conseguida gracias a años de arduo esfuerzo, puede entrar en una crisis existencial en cuanto pierde un juicio, o queda en ridículo por alguna razón y pierde así el buen nombre que se había forjado. El heredero de un condado lo es mientras que el resto de personas siguen manteniendo esa mentalidad y orden de cosas, pues si ese título pasa a tener el mismo valor que un billete del Monopoly, el heredero ya no es heredero de nada. ¡Imagínense qué atroz insulto a su honor sería no sólo que no considerasen digno ser heredero del condado, sino que incluso se rieran de él en público por esta razón! Y el poeta… ¡qué decir del poeta! Si los críticos no admiran su obra, sino que encima la ponen por los suelos, el pobre hombre siempre podrá excusarse arguyendo que es un genio adelantado a su tiempo. Y podrá incluso regocijarse en su marginación pensando en las biografías que, en los siglos venideros, se escribirán sobre él en los manuales de historia de la literatura, en las que esta misma marginación será una razón que avive su notoriedad por ser un poeta maldito.

Todos estos ejemplos nos muestran que una persona que pone su identidad en el tener y en el ser, se arriesga a perderla. Hay otro tipo de enajenación de la propia identidad, y es la de hacerla peón de una “causa mayor”, como la revolución política, social o moral. ¡Cuántos marxistas caen en la neurosis noógena (depresión por falta de sentido) debido a la frustración que les causa los continuos intentos fallidos de encender la mecha que haga estallar las revueltas! Terminan sintiéndose vacíos, entre otras cosas porque suelen posponer su dicha a un futuro de armonía y plenitud que nunca termina de llegar. La cuestión principal es que hacen depender su identidad de cosas, situaciones y hechos que no están bajo su entero control. Siempre está la posibilidad de perder el objeto de su vanidad, su seña de identidad, el sentido de su existencia. 

El inquieto al que nos referíamos al comienzo de la entrada, tiene una voluntad de diferenciación respecto de esta multitud de personas cuyos éxitos son tan engañosos que en cualquier momento pueden fracasar. Pueden caer en el ser, en el tener o en el estar poseído por una idea, cosa esta última que suele ser muy común. Pero finalmente acaban superando estas etapas. Cuando vemos que una persona está en un movimiento revolucionario en sus veinte años y, veinte años después, sigue diciendo las mismas cosas y aspirando a lo mismo, hay que sospechar, porque tal vez hayan perdido toda conciencia de sí mismos. No han sido capaces de evolucionar ni un ápice, han dejado de desarrollarse personalmente, y se convierte fácilmente en presas de ideas, en carne de cañón para los tiranos de turno. El inquieto, como digo, puede ser poseído por alguna de estas ideas, pero se les conoce por estar en continua lucha interior, en una tensión constante a ser más, a superar etapas, a llegar a la plenitud a la que se sienten llamados. 

Los que no acaban siendo absorbidos por las ideas, terminan convenciéndose de que su identidad no debe anclarse en nada inseguro o imperecedero, como las cosas materiales, los títulos individuales o una supuesta armonía futura. Al final, acaban abriéndose ante ellos un horizonte nuevo, imperecedero, que irradia una luz imperecedera y vivificante que ilumina toda la realidad perecedera y la dota de sentido.

domingo, 13 de marzo de 2016

Entre comunidad e individuo



En un comentario al Evangelio de Marcos, el renombrado biblista Juan Mateos, inspirador de muchas comunidades cristianas de base, hizo hincapié en que lo más propio del mensaje cristiano no es la salvación en otra vida ni la salvación en la tierra como conversión interior o individual, sino la salvación como hecho comunitario y social. No se distingue así el cristianismo de otras filosofías que tienen como fin una utopía meramente social o comunitaria, especialmente las de corte marxista. Mi pretensión en esta entrada es, sin embargo, poner de manifiesto que lo propio del cristianismo va más allá de las dos grandes tendencias, algo simplistas, del mundo moderno. En efecto, lo propio del cristianismo no es ni individualismo ni colectivismo, y ésta es la razón de que podamos encontrar en él una luz que nos ayude a superar esta pareja de aparentes opuestos.

Es interesante observar que, al final, el individualismo atroz del capitalismo y el colectivismo propio de los sistemas marxistas o de otra índole terminan convergiendo ambos en la atomización de los hombres, en su conversión en átomos, meras partes de un todo o pequeñas piezas reemplazables, esencialmente sustituibles. La atomización del individualismo es más que evidente, puesto que el hombre es entendido como un individuo aislado con unos fines aislados de los demás y de los fines de los demás. Normalmente los intereses de los diferentes individuos, en una sociedad individualista, chocan entre ellos, de modo que da lugar a la lucha más rastrera, a esa competitividad que no es más que la "socialización" de la selección natural del darwinismo. En estos términos, una suma de individuos es una sociedad, en la que cualquier aparente unión sólo tiene lugar por una alianza cuya razón de ser es la comunidad de intereses. Un individuo no ve a otro individuo como amigo, sino como socio. Es, si lo tomamos de manera literal, una sociedad. La empresa moderna sería el ejemplo que ilustra con mayor claridad la sociedad de individuos de la que hablamos.

Pero el colectivismo no se queda atrás. El aparente altruismo que se deriva del servicio a una comunidad también está basado en intereses. Pero lo interesante aquí es la relación que se da entre los hombres si la visión que se tiene de los hombres es puramente comunitaria. Mientras que en un mundo individualista los hombres no se relacionan entre ellos si no es para sacar un beneficio propio, abocando esta actitud a una sociedad en la que el hombre es un lobo para el hombre, en un mundo colectivista o comunitarista el hombre se relaciona con la comunidad. El comunitarismo no lleva al hombre a relacionarse con otros hombres, sino que cada hombre se relaciona con el colectivo. Si en el mundo individualista, cada individuo ve al otro sólo como un objeto, lo cosifica usándolo como un medio para alcanzar sus fines individuales, en un mundo comunitarista cada individuo se relaciona con la comunidad como ente abstracto, y esto sólo conduce al absoluto aislamiento y cerrazón del hombre en sí mismo o al mismo individualismo del que se postula contrario. Juan Mateos habla del amor como centro de la vida comunitaria, pero este amor no es posible: la comunidad no ama al hombre más que la máquina a una de sus piezas reemplazables, y el hombre no ama a la comunidad si no es con un amor etéreo, abstracto, panteístico, hecho de humo. Este amor es un espejismo, no existe. Estando en soledad, es muy sencillo llegar a una experiencia pseudo-mística de armonía con el cosmos y sentir una sombra de amor hacia la comunidad como tal, pero de nada sirve si ese amor se disuelve en el aire cuando miras a los ojos de una persona concreta apostada delante de ti. Éste es el amor propio del comunitarismo: una sombra del verdadero amor. En un mundo comunitarista, un hombre ama a la comunidad, pero termina siendo una potencial víctima de las ideologías, a las que, tarde o temprano, acaba entregándose. Y el hombre, cuando no está frente a la comunidad abstracta sino ante hombres concretos, no los ve como hombres sino como partes de la maquinaria colectiva, y acaba por cosificarlo como hacen los lobos del mundo individualista.

Aristóteles sabía lo que decía cuando afirmó que "un amigo de todos es un amigo de nadie". En un mundo individualista, nadie es amigo de nadie, todos son amigos de sí mismos. En un mundo comunitarista todos son amigos de la comunidad, lo cual significa que nadie es amigo de nadie. Y como el hombre necesita ser amigo, termina haciéndose amigo de sí mismo, abocando al mismo mundo individualista del que se presume contrario. 

Una de las ideas fundamentales del cristianismo es que el hombre es imagen de Dios, una afirmación que ha dado mucho que pensar a las mejores mentes de la historia, pues, ¿en qué consiste esa imagen? La imagen de Dios en el hombre no está en ninguna de sus dimensiones naturales, ni en el intelecto (nous), ni en la razón/mente (logos), ni en el espíritu (pneuma)... Sino en la unificación que de toda la naturaleza lleva a efecto la persona. La imagen del Dios indefinible en el hombre es la persona, que es también indefinible. Pero la persona no entendida como ente aislado, sino en relación. Y aquí debemos detenernos. Como entendamos a Dios, así entenderemos al hombre. Si concebimos a Dios como lo absolutamente uno, que es lo mismo que decir como lo absolutamente aislado, concebiremos al hombre como un átomo y justificaremos así el individualismo moderno. Además, si partimos de las premisas de que Dios es absolutamente uno, es amor y es creador del mundo, ¿cómo y a quién amaba Dios antes de la creación? No tendría a quién amar si la creación no es coeterna a Él. Sólo sería posible el amor de Dios si se dirige a sí mismo, fortaleciendo entonces la concepción del hombre (imagen suya) como individuo egoísta. Si Dios no es Dios, sino una pluralidad de dioses sin una unidad clara, como en las religiones politeístas, entonces los dioses entre sí no tendrían una relación de amor sino que acabarían amándose a sí mismos por encima de todo lo demás. Ésta visión de la divinidad, como una pluralidad de seres divinos, justifica el colectivismo moderno, en el que al final todos los hombres tienden a encerrarse en su propia individualidad. 

Si Dios es amor, tiene que darse en Dios una pluralidad que es unidad, y una unidad que es pluralidad. Reflexionando sobre la pura unidad, Platón se preguntaba en el Parménides: si hay uno y sólo uno, ¿qué pasa con lo otro? Si Dios es uno y sólo uno, entonces Dios sería el absoluto aislado. Necesita al otro para que haya amor y éste no sea amor egoísta, pero si hay uno y otro, hay la perfecta dualidad. Y la dualidad no es otra cosa que dos aislados, cuya superación adviene por una tercera realidad. De este modo, Platón preconiza el pensamiento trinitario al afirmar que existe lo uno, lo otro y la mezcla de lo uno y de lo otro. Postulando esta tercera realidad llegamos a la verdadera unidad, que más que unidad es unión de la dualidad. Y es posible entonces el amor, como supo ver san Agustín al definir al Espíritu Santo, la tercera persona, como "comunión de amor" (communio amoris). Ésta es, en suma, la mayor expresión de la unidad, conseguida por el amor. Así, Dios es un Dios amante, no con un amor de sí mismo, sino con un amor que sale de sí mismo, que cede su lugar al otro, que se entrega al otro y que, sobre todo, es concreto, personal. Por eso Dios creó el mundo con amor, porque antes del mundo, Dios ya amaba. 

Y si, volviendo a la cuestión que nos ocupa, el hombre es imagen de Dios, debemos entender que no es ni un individuo aislado ni un individuo perdido en una pluralidad abstracta, sino una persona que se relaciona con otros hombres concretos, que ama al hombre concreto, mirándolo a los ojos. El hombre es también amor, un amor que tiende hacia el otro y que se da en la esfera personal. Por eso Juan Mateos se equivoca al decir que lo propio del cristianismo es la salvación como hecho comunitario, porque el mensaje cristiano va más allá de la mera disyunción entre individuo y colectivo. Lo propio del cristianismo es esa esfera interpersonal que adquiere tal fuerza, que el nosotros se convierte en una dimensión realmente existente, y cuya base está en el amor. Es la esfera interpersonal, aquella que surge por el amor de dos hombres concretos que se miran mutuamente a los ojos, lo propio del cristinianismo. Y, como esta realidad interpersonal es posible únicamente entre hombres concretos, el verdadero contexto de vida cristiana no es ni la sociedad de intereses ni la comunidad de individuos, sino la familia. Pues es la familia el núcleo donde el amor concreto se hace concreto, sólido. La familia, imagen de Dios, es el núcleo, la base de la construcción de un reino no basado en la comunidad, sino en la verdadera fraternidad.